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lunes, 9 de febrero de 2015

Fortuna florida

Fortuna florida
Artemio Ríos Rivera

Hace poco más de 50 años vine a Fortín de las Flores. Tal vez yo era un niño de apenas cuatro primaveras. Mi abuela Felícitas cuidaba una gran casa con alberca a un lado del parque central de aquella pequeña ciudad. Hacía apenas unos cinco años Fortín todavía era considerada una villa. Vinimos por un par de semanas, nos quedamos algunos meses.

Inicialmente nos alojamos en el cuarto de huéspedes de la residencia en custodia, después alquilamos una casa de madera a media cuadra del parque, en el lado opuesto a la vivienda de la abuela, hacia la parte sur de la plaza central.

Para evitar que mi hermana o yo nos metiéramos a la alberca, los adultos inventaban historias horrorosas sobre ese enorme ojo de agua al centro de la casona, decían: que no tenía fondo; que había fuertes corrientes, como remolinos de viento, que se llevaban a los niños hasta el mar; que por las noches rondaba la llorona alrededor del estanque porque ahí había perdido a sus hijos; que cuando uno se metía, el agua se volvía pesada como una charca lodosa lo que impedía al nadador regresar a la orilla; que por las noches crecían algas y lirios listos para atrapar a quien se acercara a las márgenes acuáticos. Cuando mis padres alquilaron la casa y nos mudamos al otro lado del parque, mi hermana y yo descansamos de tan terribles e hipnóticas imágenes.

            Yo era tan pequeño que no iba a la escuela. En las mañanas me gustaba barrer la banqueta frente a la casa y esperar que pasara una niña, yo creía que se llamaba Jazmín, rumbo a su escuela. La pequeña, como mi hermana, era unos cuatro años mayor que yo. Cuando no podía salir a barrer, espiaba a Jazmín por las rendijas de los tablones o habría la parte de arriba de la puerta bandera que daba a la calle, me subía en una silla y miraba a los niños saltando con sus mochilas rumbo a la primaria. De la muchacha observaba los concentrados e indiferentes ojos que se perdían en el horizonte, parecían tararear canciones infantiles.

Cuando viajábamos a Fortín lo hacíamos en tren, casi doce horas de viaje desde la ciudad de México, el doble de lo que hacía el autobús, pero el pasaje salía a la mitad del precio y era hermoso ver el amanecer al ir saliendo de los túneles en las cumbres de Maltrata. Al regresar a México, comprábamos troncos de plátano ahuecados, llenos de gardenias y jazmines, flores que eran vivamente coloreadas con anilina. Las perfumadas macetas viajeras eran tributos florales que iban a parar a la Villa de Guadalupe, para dar gracias a la virgen de haber regresado con bien del largo viaje.

Nunca relacioné Fortín con un fuerte militar, con una fortaleza destinada a las fuerzas del orden contra los salteadores de caminos, contra los ladrones de diligencias y recuas comerciales que transitaban, durante el siglo XIX, entre el puerto de Veracruz y la capital del país. Para mí, Fortín era una palabra que venía de fortuna, era una fortuna perfumada, en el día olorosa a jazmines y gardenias; por la noche aromada por la hipnótica fragancia del floripondio. La pequeña ciudad era una fiesta con ruidos de grillos, chicharras, pájaros y el tenue quejido de las corrientes de agua.

Me gustaba durante el día ir al parque con otros niños, un poco más grandes que yo, a juntar coyoles; esas enormes canicas caídas de las palmeras, que nunca llegarían a convertirse en cocos de agua; seleccionábamos los que estaban limpios y amarillos para chupar un poco su dulce y pegajosa pulpa llena de fibras, un poco nada más porque eran empalagosos; después, haciendo un gran esfuerzo, con una piedra rompíamos la dura corteza que estaba debajo de la capa dulce y nervuda, para comer los coquitos que había en el corazón de esas bolitas, parecían canicas de barro con tres capas concéntricas. En ocasiones traía un martillo de la casa para facilitar la tarea. Muchas veces nos machucamos los dedos.

La carretera pasaba a un lado del parque. Fortín era un cruce de caminos entre Córdoba, Orizaba y Coscomatepec. En aquel tiempo no existía la autopista. En lo que hoy es el cruce de la Calle Uno y la Avenida del mismo número, donde hay una pequeña glorieta, ahí había una especie de montículo con un parasol, lugar en que se ponía un agente de tránsito a dirigir la circulación vehicular, no había semáforos en la ciudad. El agente estaba vestido de color café, como en otras partes del país, de ahí el apodo que la masa les puso: tamarindos. El tamarindo siempre estaba muy serio, formal, con su silbato en la boca y las manos enguantadas en blanco para dar y negar el paso a los camiones.

Los niños nos íbamos a sentar a la esquina más lejana de la casa, para esperar el paso de los camiones cargados de caña de azúcar que transitaban rumbo a los ingenios Independencia, la Concepción y San Gabriel. Los lentos camiones eran aun más lerdos al doblar la esquina, entonces, como una manada de micos escandalosos, agitando las manos y alborotado el pelo, los niños nos colgábamos de alguna caña salida en la parte trasera de los cargueros hasta lograr quedarnos con la larga y dulce vara entre las manos. Nos cortábamos, nos llenábamos de las finas espinas de las largas hojas de la caña, a veces caíamos al suelo con las manos vacías, pero siempre, llenos de tizne, terminábamos sentados en la esquina pelando cañas con los dientes y mascando el azucarado fruto blanco. El bagazo lo poníamos cerca de los hormigueros, para ver si las pequeñas obreras desmenuzaban y llevaban el desperdicio de la caña al fondo de sus enormes montículos.

En una ocasión nos tocó alguna verbena popular, imagino que era por navidad o fiestas patrias. El parque, lleno de gente y de adornos estaba listo para un torneo de cintas. Los concursantes daban vueltas en bicicletas, tratando de ensartar unas cintas y quedarse con ellas, los colgajos eran líneas de colores en un tendedero frente al palacio municipal. Cada cinta correspondía a un premio. Por la noche, la pirotecnia. Los toritos llenos de cohetes y de luces correteaban por la calle a los más intrépidos muchachos que los toreaban y, a veces, terminaban con alguna quemadura menor, que se presumía como una medalla al valor en la batalla callejera nocturna. Las palomas, los cohetes y chifladores causaban sus estruendos y largos ruidos que excitaban a los hombres y provocaban gritos agudos a las mujeres.

Solitario o acompañado me gustaba correr por los terrenos baldíos alrededor de la ciudad. Era gratificante ver el sol contra las flores blancas y amarillas, contra el verdor del follaje; la luz quebraba en una suerte de cristal molido, reflejado en el rocío de las mañanas desde las copas de los árboles hasta las briznas de pasto mal cortado que descansaba en las laderas.  Al medio día, como una fiera enloquecida, inocente y feliz, corría atrás de las mariposas en un frenético deseo de levantar el vuelo, como ellas, para alcanzar los papalotes que los niños mayores estaban empinando en alguna loma. Fortín de las Flores era una fortuna florida con anturios, tulipanes y  lirios colgando en las axilas de los árboles. Era una fortuna inédita que existiera una ciudad sin cantinas, claro en las tienditas se vendía alcohol de caña y cerveza; una pequeña urbe donde los niños podíamos recorrer, sin compañía de los adultos, todas sus calles sin más temor que a las leyendas y los fantasmas.

Después de más medio siglo regreso a la fortuna florida, al fuerte de las flores, al río Metlac que me arrullaba por las noches, aunque yo no podía distinguir si el acuático murmullo era de la lluvia o de las corrientes de agua que pasaba muy cerca de la casa. Después de cinco décadas me asalta el recuerdo de Jazmín; de la niña de calcetas blancas caídas y una bolsa de mandado en la mano que guardaba sus libros rumbo a la escuela o de regreso a su casa. Nítida me viene a la memoria la chiquilla de morena piel y trenzas negras que indiferente pasaba frente a mí, ignorando la existencia de un sentimiento que aun ahora no sabría definir.  No sé qué siento o sentí por ella. No sé si viva. Hoy tendría poco más de 60 años.

Jazmín sigue siendo un perfume floral que flota en la neblina de esta ciudad entrañable, que llena mis pulmones y me invita a la nostalgia, al amor, al recuerdo. La ciudad no ha crecido mucho. Espero encontrarla pronto, la seguiré buscando.

Video del Ejido San José

Evidencia a mitad del proceso...