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lunes, 7 de agosto de 2017

En defensa del patriarca

En defensa del patriarca[1]

Artemio Ríos Rivera

Edipo rey, de Sófocles, como muchos de los textos que hemos recuperado de la Grecia Antigua, ha instaurado tópicos literarios y denominaciones científicas o literarias para nombrar diversas realidades que suceden en el mundo actual, para crear metáforas que mueren ante la validez universal.

Fundamentalmente se ha estudiado mucho la figura de Edipo y su relación con el parricidio y el incesto. A partir de la figura de este personaje se han recreado muchas obras literarias, ya sea en poesía, dramaturgia, novela o en las artes gráficas y la música, por decir algo. Se han recuperado figuras femeninas como Yocasta, pero, sobre todo Antígona que con su juventud y rebeldía muestra la tensión contra lo establecido.

Creo que se ha dicho poco de Layo. No nos detengamos en las versiones de su origen ni en la maldición de Apolo, al fin el oráculo de Delfos le dirá en su momento a este Rey, cuál es el destino de su hijo y, por tanto, el suyo propio.

Sin duda, puede parecer una provocación y ser políticamente incorrecto reivindicar a esta figura patriarcal, a esta autoridad fundacional del Reino de Tebas. Propongo ir al revés: antes de plantear alguna tesis, recordemos la función del personaje en la mitología griega.

Como todos sabemos, en la época antigua el poder no se confería por medio de elecciones. El poder se trasfería por herencia de sangre. Por eso, los reyes necesitaban tener hijos y que el primogénito fuera varón, para poder transmitir el trono a su muerte -sin pugnas violentas- y conservar esa gloria por la vía patrilineal evitando que algún pariente lejano o extraño se haga de la corona.

Por lo anteriormente señalado, se puede inferir que Layo, como buen rey, necesitaba un hijo varón. Así lo decide y, en previsión, decide consultar al oráculo sobre el destino de su descendiente, todos conocemos el trágico vaticinio: Tu hijo matará a su padre y se acostará con su madre.   

Lógicamente, ante tales advertencias el Rey decide no tener un hijo, por el momento. Sin embargo, más adelante Yocasta, su esposa, queda embarazada. La leyenda nos dice que por efectos de la embriaguez Layo engendró a Edipo. Desde una lectura simple, esto implica que el hijo no fue planeado ni deseado por su padre, para efectos de este texto no nos detendremos a especular sobre la figura femenina y su voluntad al respecto.

Una vez que ha nacido el hijo, Edipo, Layo vuelve a consultar al oráculo. La respuesta es la misma, el destino no ha cambiado. Su hijo le va a quitar su reino, le va a quitar a su mujer y le va a quitar la vida. Entonces, como en los viejos cuentos de hadas el Rey manda a matar a su hijo, le atraviesa fíbulas en los pies dándolo a unos pastores para que lo abandonen y muera, según algunas versiones de estos míticos personajes. Pero, como en los viejos cuentos de hadas, el hijo no muere. Pero sí hay el denominado alejamiento.

Edipo es cuidado, como un hijo, por el rey de Corinto y su esposa.  Con ellos crece y al llegar a la edad en que es necesario conocer el destino, Edipo consulta al oráculo con los mismos resultados antes conocidos: le quitarás el reino a tu padre, te acostarás con tu madre y le quitarás la vida a tu padre.

Asustado por la profecía y movido por el amor que tiene nuestro héroe a sus padres (adoptivos), decide huir de la casa y con eso abjurar a su destino. Edipo emprende el viaje. Hay incidentes cotidianos de la vida actual que nos parecen producto de nuestra época, pero no, mirando un poco al pasado nos damos cuenta de que son conductas con largas raíces en el tiempo: en un cruce de caminos, el rey Layo y su comitiva se topan con Edipo y se arma el pleito por ver quién pasa primero. En el enfrentamiento, Edipo mata a Layo y decide seguir en su huida del destino.

Al mismo tiempo, el reino de Tebas se encuentra en crisis. La Esfinge se ha apoderado de la entrada al reino, como castigo de la diosa Hera a un desliz homosexual del Rey, según versiones. Este monstruo femenino devoraba a los hijos del reino que no sabían contestar a sus acertijos. La única forma de que los tebanos superarán la situación era venciendo a la Esfinge en sus preguntas.

Edipo sigue su peregrinar y se encuentra en las montañas del oeste de Tebas donde la Esfinge le plantea una pregunta que es respondida correctamente, quedando vencida por el joven viajero. La ciudad se libra de sus males y, ante la muerte de Layo, es entronizado Edipo haciéndose cargo del reino y de la reyna Yocasta, su madre.

El joven gobernante procrea cuatro hijos con Yocasta, o cuatro hermanos, según se vea. Al paso del tiempo las calamidades vuelven asolar a la ciudad. Ante la problemática el rey Edipo consulta al oráculo para superar la nueva crisis. La solución es simple: dar con el asesino del rey Layo.

Edipo lanza un edicto para dar con el asesino del Rey, si el autor del magnicidio se entrega, será desterrado; si no se entrega y es descubierto su pena será de muerte. Para indagar sobre el asunto, Edipo emplaza al ciego Tiresias para ayudarlo a descubrir la verdad, para dar con el asesino.

En contra de su voluntad, el adivino le hace ver a Edipo que él es el asesino de su padre y que ha estado “conviviendo muy vergonzosamente” con Yocasta, su madre y esposa. Un destello de iluminación hace ver a Edipo lo que ha pasado, el destino se cumplió: mató a su padre, se quedó con el reino y se ha casado con su madre. Arrepentido, para no ver eso que antes no sabía, se arranca los ojos y se destierra del reino.

Bueno, así la anécdota en general, variantes más o variantes menos. Recordemos que estamos ante un elemento literario que no necesita evidencias y, como las leyendas, sufre cambios que no afectan lo sustancial de la trama. No estamos hablando de historia sino de literatura.

En una sociedad patriarcal como la nuestra el hombre es el que se va, el que abandona, el que mata, el que perdona, el que gobierna, el fuerte. Desde mi interpretación de la tragedia de Layo (para otros será de Edipo o de Yocasta, según se vea), se trata de la desventura del padre. Si nos preguntamos por qué Layo manda a matar a Edipo, la respuesta puede ser –otra vez- muy simple: para salvar su vida, su reino y la posesión de su mujer. Yo creo que esa no es la única respuesta posible.

Desde mi perspectiva, Layo quería tener un hijo no sólo por razones de Estado sino por razones personales, íntimas: él quería ser padre, tener un descendiente. Cuando el oráculo vaticina el destino de su heredero y el Rey decide, primeramente, no tenerlo, no es para salvarse él de la muerte sino para salvar a su hijo del destino.

La embriaguez de Layo al engendrar a su hijo es el canal para dar paso a su deseo, quitar las amarras racionales y el peso de la fatalidad. Edipo nació porque Layo quería ser padre, tener un descendiente, por eso se atrevió a tentar al destino. Una vez que nació Edipo es consultado nuevamente el oráculo sobre el futuro del niño, la sentencia sigue siendo irremediablemente la misma.

Cuando Layo manda a matar a Edipo, según yo, no es para salvarse él sino para salvar a su hijo del destino. El padre prefiere la muerte de su hijo a que el muchacho tenga que vivir como parricida, como incestuoso, como el usurpador de un reino. No se trata del fallecimiento accidental o por enfermedad, no del fin natural de una vida, sino de ser un fratricida. Claro, habrá quien diga: si su amor paterno era tan grande, ¿por qué Layo no se suicidó, evitando la tragedia de su hijo?, sí es un planteamiento interesante que nos propondría otros temas a debate: el suicidio y la orfandad. ¿Layo estaría dispuesto a asesinar al padre de Edipo? 

No hay evidencias de lo que digo. Además, no es fácil creerle a un hombre que quiere ser padre: es el primero en huir ante un embarazo; el primero en negar su responsabilidad. Aunque todo es relativo, es difícil cuestionar el deseo de la maternidad de la mujer, en general; si particularizamos la cosa es diferente, hay recurrencias y excepciones. Pero en nuestra sociedad es incuestionable la maternidad, como deseo o como hecho biológico. No así la paternidad.

Claro, las fecundaciones in vitro y las pruebas de ADN hacen que algunas afirmaciones se tambaleen. Pero, no es fácil creerle a un hombre que quiere ser padre y que es capaz de sacrificar su deseo y a su propio hijo, con tal de que el vástago no cometa las calamidades que la tragedia griega plantea.

Yo creo que a posteriori, desde un más allá imaginario Layo no condena a Edipo por haberlo matado, por haber cohabitado con su viuda y haberse quedado con su reino. Lo que Layo no quería ver era a un hijo arrancándose los ojos ante el arrepentimiento de lo hecho, de lo pasado. No quería que su hijo terminara como un mendigo desterrado, ciego, derrotado y cargado de culpas. ¿Qué padre puede soportar ver así a su hijo? ¿Haría cualquier cosa por evitarlo?

Simbólicamente todos somos un poco parricidas sobre todo en la juventud, en cada negación de nuestro padre, en cada reclamo, en cada sospecha de lo que nos quedó a deber. Al contrario, generalmente pensamos que algo quedamos a deber a nuestra madre.

El parricidio real se califica como un crimen inhumano, es decir, uno de los delitos que nos niegan como seres humanos, que niegan las bases más elementales sobre las que se fundan los más básicos acuerdos de convivencia entre las personas; lo mismo sucede con el incesto, más allá de que se hable de sociedades que lo practicaron en algún momento de su desarrollo. Por eso, la culpa de Edipo no es ‘cualquier cosa’, es algo por lo que cualquier padre, paradójicamente, daría la vida por evitar o mataría por ello.

Así, al situarnos en conflictos dramáticos, literarios, podemos jugar con las temporalidades para buscar comprendernos mejor. Como decía líneas arriba, a posteriori, Layo perdona a Edipo. No lo condena, incluso propone que puede morir en paz, si Edipo no se arrepiente de lo que ha hecho, así lo plantea la voz poética de mi poema “Layo II”.

Como avance de una reflexión que me propongo profundizar y que se desprende de la lectura del cuento “Fuera del círculo de tiza”, propongo el abandono paterno (o materno las menos de las veces) como la solución más madura ante el conflicto de intereses que pone como objeto del deseo al hijo. No es peleando hasta sus últimas consecuencias como se muestra el amor por un ser amado. Ni el abandono es, necesariamente signo de indiferencia o desprecio, puede serlo, claro.

El padre puede preguntar al hijo si le duele el abandono, la respuesta será, seguramente, afirmativa. Sin embargo, puede ser más dolorosa la no partida, la no resolución de un conflicto de pareja que puede tener secuelas de años o de toda la vida. Evidentemente, eso no lo sabremos, no podemos saber lo que no sucede, pero, podemos suponerlo, plantear la posibilidad objetiva de su acontecer. Después de una ruptura de pareja, el enfrascarse en la pugna por la custodia de los hijos puede ser sólo una lucha de egos; para cobrar agravios reales o imaginarios. Los hijos pueden ser elementos infalibles para el chantaje, un ‘botín de guerra’.

Se dirá que en esta historia no es protagónica la figura femenina, en efecto, no lo es. Estoy tratando de argumentar en defensa de un punto: la paternidad. Elemento desde donde, por desgracia, como sociedad hemos alimentado muchas asimetrías. En el Patriarcado se fundan muchas de las conductas sociales e individuales de las inequidades entre hombre y mujeres.

Estoy convencido que una parte sustancial de repensar la masculinidad pasa por repensar la paternidad ¿quiénes somos los hombres como padres?, aunque, como es lógico, no lo podemos pensar sin referencia a las mujeres, a su papel y el peso histórico que tienen en la educación y crianza de los hijos. Aunque ahora hay muchas cosas objetivamente posibles, antes impensables, la biología abona a la lejanía “natural” paterna. Layo no estuvo fecundando a su hijo en el vientre por días y días, no lo amantó de su seno. La “determinación biológica” parece ser un argumento de mala reputación, pero habría que repensarlo y dimensionarlo en un valor justo.

La relación entre los hijos y la madre no tiene cuestionamiento, existe con o sin el padre, pero la relación del padre con los hijos, ¿existe sin la madre?, más aún, ¿existe sin mediación de la madre? ¿Las mujeres están dispuestas a dejar el espacio necesario para que los padres nos hagamos cargo de la crianza, de la educación cotidiana de los niños?, ¿quieren escuchar que ya no vamos a la guerra y que deseamos el calor del hogar con niños jugando?, ¿cederá esa moderna Abraxas una parte del reino íntimo de hogar?


Referencias
Kurnitzky, Horst (1992). EDIPO un héroe del mundo occidental. Siglo XXI. México.
Propp, Vladimir (2008). Morfología del cuento. Colofón. México.
Ríos, Artemio (2011). Mujeres del nuevo y viejo mundo. Verso destierro. México.
Ríos, Artemio (2013). Rudeza innecesaria y otros cuentos adolescentes. Verso destierro. México.




[1] Versión preliminar.

viernes, 4 de agosto de 2017

La Abuela

La Abuela
                             Artemio Ríos Rivera

Después del Rosario
de las rodillas contra el piso
de poner en la barra tus cenizas, como copa de vino
emerge tu figura
desde el mar
desde el más allá de nuestros días

Después de la oración
después de todo
en tu tierra germinó la semilla
brotaron los retoños
que al primer soplo de viento
como dientes de leones
se fueron tras veredas

Después del golpe en el pecho
de remembranzas de lo que estamos siendo
contigo
sin ti
a tu pesar
y en tu ausente presencia
dejamos que la lluvia escurra por la frente
que se forme un estero en nuestro rostro
de la salinidad y el agua dulce

Después de todo
hacemos de tu imagen
un botín de subterránea discordia
te idolizamos
como la inmaculada de nuestra eternidad
queremos retratarnos en un espejo sin azogue
en tu rostro que existe y no está
hablamos bien de ti
para que otras voces repitan ese eco a nuestros corazones.

Video del Ejido San José

Evidencia a mitad del proceso...