Fortuna
florida
Artemio Ríos Rivera
Hace poco más de 50 años vine a Fortín de
las Flores. Tal vez yo era un niño de apenas cuatro primaveras. Mi abuela
Felícitas cuidaba una gran casa con alberca a un lado del parque central de aquella
pequeña ciudad. Hacía apenas unos cinco años Fortín todavía era considerada una
villa. Vinimos por un par de semanas, nos quedamos algunos meses.
Inicialmente nos alojamos
en el cuarto de huéspedes de la residencia en custodia, después alquilamos una
casa de madera a media cuadra del parque, en el lado opuesto a la vivienda de la
abuela, hacia la parte sur de la plaza central.
Para evitar que mi
hermana o yo nos metiéramos a la alberca, los adultos inventaban historias
horrorosas sobre ese enorme ojo de agua al centro de la casona, decían: que no
tenía fondo; que había fuertes corrientes, como remolinos de viento, que se
llevaban a los niños hasta el mar; que por las noches rondaba la llorona
alrededor del estanque porque ahí había perdido a sus hijos; que cuando uno se
metía, el agua se volvía pesada como una charca lodosa lo que impedía al
nadador regresar a la orilla; que por las noches crecían algas y lirios listos
para atrapar a quien se acercara a las márgenes acuáticos. Cuando mis padres
alquilaron la casa y nos mudamos al otro lado del parque, mi hermana y yo
descansamos de tan terribles e hipnóticas imágenes.
Yo
era tan pequeño que no iba a la escuela. En las mañanas me gustaba barrer la
banqueta frente a la casa y esperar que pasara una niña, yo creía que se llamaba
Jazmín, rumbo a su escuela. La pequeña, como mi hermana, era unos cuatro años
mayor que yo. Cuando no podía salir a barrer, espiaba a Jazmín por las rendijas
de los tablones o habría la parte de arriba de la puerta bandera que daba a la
calle, me subía en una silla y miraba a los niños saltando con sus mochilas
rumbo a la primaria. De la muchacha observaba los concentrados e indiferentes
ojos que se perdían en el horizonte, parecían tararear canciones infantiles.
Cuando viajábamos a
Fortín lo hacíamos en tren, casi doce horas de viaje desde la ciudad de México,
el doble de lo que hacía el autobús, pero el pasaje salía a la mitad del precio
y era hermoso ver el amanecer al ir saliendo de los túneles en las cumbres de
Maltrata. Al regresar a México, comprábamos troncos de plátano ahuecados,
llenos de gardenias y jazmines, flores que eran vivamente coloreadas con
anilina. Las perfumadas macetas viajeras eran tributos florales que iban a
parar a la Villa de Guadalupe, para dar gracias a la virgen de haber regresado
con bien del largo viaje.
Nunca relacioné Fortín
con un fuerte militar, con una fortaleza destinada a las fuerzas del orden
contra los salteadores de caminos, contra los ladrones de diligencias y recuas
comerciales que transitaban, durante el siglo XIX, entre el puerto de Veracruz
y la capital del país. Para mí, Fortín era una palabra que venía de fortuna,
era una fortuna perfumada, en el día olorosa a jazmines y gardenias; por la
noche aromada por la hipnótica fragancia del floripondio. La pequeña ciudad era
una fiesta con ruidos de grillos, chicharras, pájaros y el tenue quejido de las
corrientes de agua.
Me gustaba durante el
día ir al parque con otros niños, un poco más grandes que yo, a juntar coyoles;
esas enormes canicas caídas de las palmeras, que nunca llegarían a convertirse
en cocos de agua; seleccionábamos los que estaban limpios y amarillos para
chupar un poco su dulce y pegajosa pulpa llena de fibras, un poco nada más
porque eran empalagosos; después, haciendo un gran esfuerzo, con una piedra
rompíamos la dura corteza que estaba debajo de la capa dulce y nervuda, para
comer los coquitos que había en el corazón de esas bolitas, parecían canicas de
barro con tres capas concéntricas. En ocasiones traía un martillo de la casa
para facilitar la tarea. Muchas veces nos machucamos los dedos.
La carretera pasaba a
un lado del parque. Fortín era un cruce de caminos entre Córdoba, Orizaba y
Coscomatepec. En aquel tiempo no existía la autopista. En lo que hoy es el
cruce de la Calle Uno y la Avenida del mismo número, donde hay una pequeña
glorieta, ahí había una especie de montículo con un parasol, lugar en que se ponía
un agente de tránsito a dirigir la circulación vehicular, no había semáforos en
la ciudad. El agente estaba vestido de color café, como en otras partes del
país, de ahí el apodo que la masa les puso: tamarindos. El tamarindo siempre
estaba muy serio, formal, con su silbato en la boca y las manos enguantadas en
blanco para dar y negar el paso a los camiones.
Los niños nos íbamos a
sentar a la esquina más lejana de la casa, para esperar el paso de los camiones
cargados de caña de azúcar que transitaban rumbo a los ingenios Independencia,
la Concepción y San Gabriel. Los lentos camiones eran aun más lerdos al doblar
la esquina, entonces, como una manada de micos escandalosos, agitando las manos
y alborotado el pelo, los niños nos colgábamos de alguna caña salida en la
parte trasera de los cargueros hasta lograr quedarnos con la larga y dulce vara
entre las manos. Nos cortábamos, nos llenábamos de las finas espinas de las
largas hojas de la caña, a veces caíamos al suelo con las manos vacías, pero
siempre, llenos de tizne, terminábamos sentados en la esquina pelando cañas con
los dientes y mascando el azucarado fruto blanco. El bagazo lo poníamos cerca
de los hormigueros, para ver si las pequeñas obreras desmenuzaban y llevaban
el desperdicio de la caña al fondo de sus enormes montículos.
En una ocasión nos tocó
alguna verbena popular, imagino que era por navidad o fiestas patrias. El
parque, lleno de gente y de adornos estaba listo para un torneo de cintas. Los
concursantes daban vueltas en bicicletas, tratando de ensartar unas cintas y
quedarse con ellas, los colgajos eran líneas de colores en un tendedero frente
al palacio municipal. Cada cinta correspondía a un premio. Por la noche, la
pirotecnia. Los toritos llenos de cohetes y de luces correteaban por la calle a
los más intrépidos muchachos que los toreaban y, a veces, terminaban con alguna
quemadura menor, que se presumía como una medalla al valor en la batalla
callejera nocturna. Las palomas, los cohetes y chifladores causaban sus
estruendos y largos ruidos que excitaban a los hombres y provocaban gritos
agudos a las mujeres.
Solitario o acompañado
me gustaba correr por los terrenos baldíos alrededor de la ciudad. Era
gratificante ver el sol contra las flores blancas y amarillas, contra el verdor
del follaje; la luz quebraba en una suerte de cristal molido, reflejado en el
rocío de las mañanas desde las copas de los árboles hasta las briznas de pasto
mal cortado que descansaba en las laderas.
Al medio día, como una fiera enloquecida, inocente y feliz, corría atrás
de las mariposas en un frenético deseo de levantar el vuelo, como ellas, para
alcanzar los papalotes que los niños mayores estaban empinando en alguna loma.
Fortín de las Flores era una fortuna florida con anturios, tulipanes y lirios colgando en las axilas de los árboles.
Era una fortuna inédita que existiera una ciudad sin cantinas, claro en las tienditas se vendía alcohol de caña y cerveza; una pequeña urbe donde los niños
podíamos recorrer, sin compañía de los adultos, todas sus calles sin más temor que a las leyendas y los fantasmas.
Después de más medio
siglo regreso a la fortuna florida, al fuerte de las flores, al río Metlac que
me arrullaba por las noches, aunque yo no podía distinguir si el acuático murmullo era
de la lluvia o de las corrientes de agua que pasaba muy cerca de la casa. Después
de cinco décadas me asalta el recuerdo de Jazmín; de la niña de calcetas
blancas caídas y una bolsa de mandado en la mano que guardaba sus libros rumbo
a la escuela o de regreso a su casa. Nítida me viene a la memoria la chiquilla
de morena piel y trenzas negras que indiferente pasaba frente a mí, ignorando
la existencia de un sentimiento que aun ahora no sabría definir. No sé qué siento o sentí por ella. No sé si
viva. Hoy tendría poco más de 60 años.
Jazmín sigue siendo un
perfume floral que flota en la neblina de esta ciudad entrañable, que llena mis
pulmones y me invita a la nostalgia, al amor, al recuerdo. La ciudad no ha
crecido mucho. Espero encontrarla pronto, la seguiré buscando.