Los viejos monstruos
(Interiores)
Artemio Ríos Rivera
El pasillo era oscuro y húmedo; a pesar del pleno día no se podía ver más allá de la nariz.
Como era un espacio lúgubre nadie se atrevía a cruzar ese desnivel a orillas de la ciudad, donde basura, maleza y agua sucia conformaban el infecto guiso de los márgenes citadinos.
Cuando el tren pasaba por arriba, sus ruedas producían chispazos alucinantes que, como un estroboscopio, alumbraba la penumbra de esa boca de lobo.
Cada uno había llegado del lado opuesto del pasaje. Casi simultáneamente se habían instalado a corta distancia de sus respectivas entradas. El corazón del túnel latía desbocado. Nadie los podía ver, ni siquiera se distinguían entre ellos.
Alienados, ensimismados, no lograban percibirse, ni era su intención. No les preocupaban los ruidos que, cada quien, suponía de ratas o regurgitajos de caños rotos. Un inexplicable crepitar de las ramas, tal vez. Una piedra que escapaba entre los rieles.
Así estuvieron un tiempo indefinible, horas, días, semanas quizá. Agazapados, al acecho. Casi acuclillados espalda con espalda.
Tristes, solos, meditaban en sus respectivas desgracias, en sus monstruosidades. En la vergonzante oscuridad de sus lados oscuros.
Aunque la humedad del ambiente mojaba levemente sus ojos, no eran dos cobardes intimidados. En realidad no tenían miedo a la oscuridad sino a la luz plena del día, donde todo se ve y se sabe. En el escenario se escondían del seguidor. Anverso y reverso se sentían culpables.
Ellos sólo pretendían esconder su ser pasado.
De pronto, todo empezó a vibrar con violencia, los destellos de los rieles los hizo descubrirse por primera vez, tenían ante sí un deforme espejo. Decadentes imágenes los deslumbraron, ciegos e iracundos se abalanzaron uno contra el otro.