Espacios excluyentes
Artemio Ríos Rivera
En la radio se escuchaba a los Beatles; el cuarteto de Liverpool tenía su oponente musical en el consorcio norteamericano, creado en el mismísimo estilo de los músicos ingleses, Credence Clearwater Revival. A mis doce años el pelo largo era un problema de disciplina para la escuela primaria donde acudía a estudiar: me cortaba el pelo o no entraba a clases. El pelo seguía creciendo. Un año después, un poco por error, el pelo largo me llevó al festival de Rock y Ruedas de Avándaro, Valle de Bravo.
Los recados a mi madre, desde la escuela, eran constantes, pero las llamadas de atención no eran entregadas o ella no tenía tiempo para acudir a la escuela a resolver problemas de disciplina infantil; trabajaba como mesera en un restaurante en el mercado de la Merced en el centro de la ciudad de México.
La institución tenía que ceder y conservar, al mismo tiempo, el principio de autoridad, no me prohibían la entrada a la escuela, pero sí a mi salón de clases; la biblioteca se convirtió en mi celda de castigo, en realidad era un paraíso con un ser alado, joven y bella, que me atendía de manera particular, me daba revistas, libros, ayudaba en mis tareas y se hacía de la vista gorda, cuando me acercaba a jugar al enorme piano que oficiaba desde el centro del recinto bibliotecario, reliquia que nadie debía tocar.
El pelo rebasaba el tamaño que yo mismo y mi madre podíamos soportar, el matojo era podado y yo regresaba, con el espíritu lleno de energía, al salón de clases. La melena volvía a crecer más allá de los límites impuestos por la disciplina escolar y retornaba feliz a la biblioteca. Revistas de la Academia de Ciencias de la entonces Unión Soviética, Asterix franceses, Bilíquenes de no recuerdo dónde, pasaban por mis manos después de terminar la carga de actividades que mi maestra mandaba que hiciera en mi celda de castigo. No recuerdo haber leído algún libro; consultaba las enciclopedias; leía algunos cuentos, tal vez ciertos párrafos de cualquier libro de manera desordenada, como siempre.
Era hermoso tener ese mundo para uno solo, un verdadero paraíso con un místico silencio, que semejaba un templo donde los elementos sagrados que poblaban el lugar parecían moverse, y moverme, en otra dimensión. El bullicio masivo del patio escolar, contrastaba con ese silencio amotinado, de callados fantasmas, que sediciosamente intentaban asaltarme de manera agradable.
La escuela Domingo Faustino Sarmiento compartía una alberca con la John F. Kennedy (en Fray Servando Teresa de Mier, en la ciudad de México), donde una atractiva sirena nos enseñaba a nadar, una inquietante mujer de verdad, en traje de baño, con senos y glúteos que nada tenían que ver con la niñez de nuestras condiscípulas o la lejanía de las estrellas de la televisión; el deseo se sublimaba y los manuales o reglamentos de deportes acuáticos también llamaban poderosamente mi atención en los estantes bibliotecarios de la escuela.
Intuitivamente aprendí a conocer una biblioteca: cómo se organizaba su acervo, qué era una bibliotecaria, cómo se trabaja en ese espacio; me sentía familiarizado con ese lugar que en la dialéctica de su magia mezclaba el placer y la reverencia, el castigo y la buena fortuna, la obligación y el desparpajo de la soledad contemplativa, la concentración y el vuelo de púberes ardores que jugaban con la divina trinidad de la maestra de mi salón de clases, la bibliotecaria y la instructora de educación física que con infinita ternura nos enseñaba a nadar en las aguas compartidas, con ese cuerpo de mujer que por primera vez descubríamos y palpábamos accidentalmente.
El trauma vino un par de años después, al consultar en la Biblioteca Nacional (un edificio colonial que entonces se encontraba a un costado del Zócalo capitalino). Era una amplia construcción donde acudíamos verdaderas masas de adolescentes insurrectos. Ni siquiera éramos controlados por el autoritarismo de viejas bibliotecarias avinagradas, que no podían dar un servicio ordenado a esa bola de jóvenes semianalfabetos quienes no sabían qué buscaban ni cómo encontrarlo, que no conocían un fichero ni su organización. Parecía una romería, niños escandalosos tratando de mal hacer una tarea incomprensible y familiarizarse con los libros. No entiendo como las bibliotecas se pueden convertir en espacios excluyentes de sí mismos, es decir una no explica a las demás, pueden ser de pronto tan aparentemente antitéticas. En fin, el espacio público bibliotecario es una experiencia inagotable de la cual cada quien tiene su propia historia, la posibilidad de empezar a construirla y eventualmente contarla.
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