Cantando cumbia
Roberto aparenta 16 años, en realidad ni él mismo sabe su edad. Su pelo es chino, ensortijado, parece costeño, pero su piel es más clara que la de los jóvenes asoleados en las playas. Delgado, de estatura media, usa pantalón de mezclilla ligeramente corto, de brincacharcos. Sus pies, sin calcetines, se mal ajustan unos zapatos negros sin brillo. Su dentadura está completa y pareja, su ancha sonrisa la luce totalmente blanca. La ropa que porta es muy usada. Sus amigos, por lo flaco, le dicen El Charal.
Roberto prácticamente vive en el mercado. Un tianguis enorme de puestos de comida. Hay un ancho pasillo central franqueado por otros dos de menor importancia, la cuadrícula se completa por seis pasadizos que cruzan horizontalmente los tres primero ejes, como un laberinto en el que El Charal se mueve como pez en el agua. En el centro hay un pequeño camellón con árboles pelones y un poco de pasto. Aunque se expende “comida corrida” y desayunos en general, hay secciones del mercado especializadas en cierto tipo de guisos. A un lado del camellón central están los puestos de jugos, licuados y aguas frescas. Entrando, del lado derecho, están los restaurantes de caldo de gallina, en el extremo opuesto expenden pancita y chileatole de pata. A media nave tres o cuatro puestos sirven birria de chivo, como debe ser. Al fondo están las tortillerías y los puestos desde donde salen los carritos y las canastas a vender tacos de guisado, tamales, atole o café con pan.
Las meseras se disputan la clientela, por el bien del negocio donde trabajan y las potenciales propinas: – Pásele güerita, pásele, aquí hay lugar. –Qué le voy a servir, siéntese. Sonríen, seducen a los transeúntes, se muestran amables y solícitas.
Por las mañanas el mercado se llena de olores que impactan el paladar, huele a comida recién horneada. Las cacerolas de sopa, frijoles o mole están hirviendo sobre las barras de los puestos. Las cazuelas están recién retiradas de las hornillas donde en ese momento se sazona un bistec con cebollas o unos huevos en salsa verde.
En la noche el olor se vuelve un poco rancio, el vapor sube por las coladeras, los gases llenan el ambiente de aromas desagradables, son los hedores que acompañan el sueño de Roberto, su diaria pesadilla. Ante la ausencia de seres humanos, las ratas hacen sus rondines y comen desperdicios. Los puestos de mariscos que en el día se antoja verlos y olerlos, por la noche se vuelven poco respirables, ni siquiera el consuelo de que huelen a sexo sucio de mujer los hacen soportables.
Es temprano, el día está soleado. Roberto trae un güiro de plástico en la mano izquierda, en la otra un peine negro. El instrumento de percusión semeja un tiburón, lo raspa rítmicamente con el peine, canta con voz al cuello “La rajita de canela”. Se ríe, mirando con intención a la mesera que recoge unos platos, piensa en el doble sentido que puede dársele a la letra de la canción. –Yo quiero que me des tu rajita de canela, le sopla de frente a la mesera. La mujer no puede contener la carcajada, pero se apena y trata de cubrirse con el trapo de limpiar.
Roberto termina de cantar y pasa el güiro entre los parroquianos. –Lo que guste cooperar, repite una y otra vez. Algunas monedas caen en las fauces del tiburón de plástico.
Esta acción se repite en cada pasillo del mercado durante un par de horas. En cada esquina que canta, Roberto no puede dejar de imaginar la “rajita de canela” de la mesera a la que coquetea recurrentemente, día a día es como un impulso para iniciar su peregrinaje en el mercado. Aunque ahora interpreta “Cabaretera” o algún bolero, su sonrisa se conecta al recuerdo de una sexualidad que desconoce.
Roberto deja de tocar, junta sus monedas, le alcanzaría hasta para pagar un hotel de paso. Se sienta en la fonda frente a la que cantó al principio del día. Hay un acuerdo tácito con la mesera: hoy es el día. Deambula por los pasillos, compra una naranjada de un cuarto de litro en envase tetra pack. Si no sale con la chava necesitará el recipiente. Compra también un sobre de chocomilk y un limón.
Regresa al primer pasillo y observa a la mesera, sabe que saldrá de trabajar hasta las ocho de la noche, aunque él no tiene nada que hacer ignora si podrá esperarla. Parece más sencillo vaciar en el envase el chocomilk y el limón, para matar el olor del solvente y evitar que la gente se fije en él, incorporar a la mezcla el frasco de resistol 5 000 y ponerse a inhalar. Boquear como un charal fuera del agua botado en un rincón oscuro donde pasará la noche, para que mañana se vuelva a imaginar la rajita de canela.