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lunes, 22 de febrero de 2021

Chucho

Chucho

Artemio Ríos Rivera

 

Después de su tercer divorcio, Chucho había decidido no tener más casa, es decir vivir en espacios rentados, pensiones, arrimado con amigos, pero ya no en casa propia. En todos los casos, aunque los esfuerzos no habían sido sólo de él, las casas adquiridas se las habían quedado ellas.

 

Chucho hizo cuentas de su edad, los años que pensaba vivir a lo sumo, su salario, sus posibilidades de jubilación, el costo de las rentas y pensó que podía alquilar habitaciones y cambiarse de lugar cada vez que le viniera en gana. La casa propia te ata, como el matrimonio, se decía.

 

Pero no faltan las influencias poderosas, su mamá y su hermana, al paso de algunos años y tres departamentos lo empezaron a aconsejar: ¿cómo? él que era tan trabajar, tan buen hijo y hermano, ¿no tenía casa propia? La frase preferida de su madre, que le escupía a la cara cada vez que la visitaba: pobre Chucho, tanto trabajar y no tienes ni un pedazo de tierra donde caerte muerto. Eso te pasa por mujeriego, ellas te han quitado todo. Deberías sentar cabeza, tener algo tuyo, pero tuyo, tuyo.

 

Para frenar la ofensiva Chucho empezó por comprar un terreno, barato, en las afueras de la ciudad, una zona ejidal, casi deshabitada. Así, primero pensó en bardear la propiedad, para evitar que lo invadieran y le arrebataran su nuevo y escaso patrimonio.

 

Cimientos, paredes y una modesta vivienda empezaron a darle forma a su futuro hogar, para beneplácito de su familia. Pero, el dinero no era suficiente para repartirlo entre la renta, la construcción, las pensiones alimenticias y otros gastos. El apremio lo decidió a irse a la nueva casa, aunque estaba a medio construir: obra negra, piso de tierra, servicios prendidos con alfileres.

 

Aunque no tenía tantos muebles o cosas de valor, el tema de la seguridad era una preocupación constante. Eso se aunaba a lo solitario del lugar y la situación del país. No de muy buen gusto, Chucho empezó a dormir en su nueva residencia. Era otoño con frío y fuertes vientos del norte que aullaban en su coqueteo con los árboles.

 

En su primera noche y como suele suceder con el mal tiempo, se fue la luz. Sin luz, internet, sin señal telefónica o algo más para distraerse, Chucho empezó, sin darse cuenta, a concentrarse en los ruidos que se magnificaban con el silencio. Tendré que adoptar un perro, se dijo, cuando algo golpeó la puerta. Había sido un ruido seco que lo sobresaltó. Ahogó un grito: Qué habrá sido, pensó. Se quedó atento por si el golpe se repetía. Tal vez era una piedra lanzada para ver si alguien abría la puerta, un truco ingenioso para saber si una vivienda está vacía.

 

Los golpes se repitieron en dos tonos: Pum, toc. De manera irregular en tiempo y fuerza, los golpes menudeaban en la puerta y la ventana. Chucho, incluso creía oír ruidos en la pared del lado norte de la casa, como si alguien palpara buscando un lugar hueco para romper.

 

Los golpes, el aire norte y el frío que se colaba por los intersticios de la inacabada construcción, mantuvieron a su habitante despierto durante casi toda la noche. ¿Qué será? O ¿Quién? O ¿Quiénes serán?, tantos golpes no pueden ser causados por una sola persona, luego son ráfagas de varios golpes juntos en los dos tonos. Querrán robar o sólo espantarme. Serán conocidos o desconocidos, lo harán por diversión o por consigna, o por ambas cosas. Las dudas crispaban los nervios de Chucho que, después de mentar madres con toda la fuerza de sus pulmones cayó vencido por el cansancio, el enojo y la incertidumbre. La tensión le cedió lugar al sueño profundo. En la madrugada se durmió como un bendito, sin importar golpes, ruidos o inclemencias. 

 

Como dice el dicho, siempre, después de la lapidación viene la calma, Chucho se levantó ya avanzado el día. El sol esplendoroso, el cielo completamente despejado. Con mucha precaución abrió la puerta para comprobar que, todo el frente de la casa, ventana y puerta incluida, estaba tapizado por piñas y bellotas, uno que otro tronco y rama, provenientes de los pinos del otro lado del camino. 

lunes, 15 de febrero de 2021

Susana

 Susana 

 Artemio Ríos Rivera



La ubicación es extraordinaria, les dijo Susana a sus amigas. Estamos en el final de la calle y por el lado Este hay un pequeño acantilado al que da la cochera de la casa, el ventanal.

Bueno, inicialmente era garaje, aunque ahora lo ocupamos de terraza. El espacio es amplio al que se accede desde la calle por un portón eléctrico. Arturo le mandó hacer una reja corrediza de herrería negra que contrasta con el blanco de la puerta automática. El contraste es lindo, pero yo creo que parece cárcel nuestra vivienda. No me convence el argumento de la seguridad. Claro hay que tomar las precauciones debidas, dice él.

 

El área da para dos coches grandes y sobra espacio. Discutimos sobre el uso, para eso el arquitecto lo diseñó de esa manera: como una superficie de servicio no de convivencia, en fin. Cambiamos la concepción y el uso, aunque mi marido siempre trata de darme por mi lado, cedí.

 

En realidad, nunca se metió ni un carro al lugar, ni siquiera una moto o bicicleta. El otro acceso a la vivienda es amplio, directo al patio y esa entrada da servicio para todo. El cambio me molestó, ahora creo que él tenía razón o ¿no?, bueno ya ni modo.

 

Entrando, del lado derecho está la bomba del agua, un adefesio. Una belleza de tres cuartos de caballo de fuerza, dice él. No es cierto, pero como siempre está atento a mis deseos decidió resolver el problema estético. Yo le había suplicado que quitara ese esperpento, aunque fuera muy necesario para la casa.

 

Por eso se lo ocurrió hacer un mueble de madera empotrado a la pared, segura estoy de que no digo un pleonasmo o ¿sí?, bueno no importa. ¡Háganme el favor!, meter madera donde todo es metal, cristal y mampostería, me pareció de mal gusto. ¡Hay no!, que horrible.

Bueno sí muy funcional, eso dijo. Entonces tenemos una especie de librero con algunas puertas para que no se viera la bomba de agua. ¡Uf!, yo le había dicho que ese aparto se veía muy feo y desentonaba con la reproducción de "La Ternura" que yo quería poner ahí, en la pared grande, donde no había puertas o ventanas.

 

Bueno, él me cumple mis caprichos o eso creía. En realidad, ya no entiendo, pero creo que hay algo de validez en sus argumentos, en lo que hace con la casa, aunque sigue sin gustarme nada. Finalmente creo que la casa es bonita, funcional y moderna, yo no la veía así, pero, seguramente lo es. 

 

Pues sí, como les decía, ahí tienen el “librero”, con cajoneras al centro. Pero, yo pensaba que al centro tenía que ir el cuadro. No, lo que hay son cinco entrepaños horizontales de 40 centímetros de altura. Las puertas al doble de altura en la parte de abajo, donde está la bomba ¿verde, les dije?, mal gusto. Sí, la planta baja de la casa es muy alta. Sobra espacio arriba del librero, ya me imagino una caja de herramientas ahí, por favor.

 

Bueno, le dije, ahora tendríamos que conseguir otro Guayasamín, original no, claro, o algo así. Un grabado de algún pintor moderno, porque el cuadro iba a quedar a un lado de la cajonera central en una especie de nicho de madera que le serviría de marco. Así, no más, sin simetría ni perspectiva. No pues Arturo será muy especialista de la lengua, muy lector, muy didáctico, pero no siente a profundidad el arte. Sigue siendo un macuarro, herencia de su padre, claro.

 

Como él sabe que no sabe, siempre me da la razón. Y resolvió el problema, bueno no sé si eso sea resolver. Sus “soluciones” siempre son el comienzo de otro problema. Yo estaba dispuesta a todo, menos ver mi cuadro fuera de contexto, disminuido por el mal gusto y la falta de perspectiva museográfica.

 

Mirado de frente en el costado derecho del librero decidió colocar un gallito, un pinche gallito que le trajeron de Potosí, de San Luis. Un gallito de lata, mal cortado, pintado de rojo, verde y dorado, ¿se imaginan? Por eso no quise reunirme con ustedes en la casa.



 

Sí, perdón, del otro lado nada menos que colocó la urna funeraria de su madre, con veladora, cruz y florecitas. Se dan cuenta, cómo voy a hacer vida social en un espacio presidido por mi suegra y el pinche gallito que le regalo, en la infancia, a su primogénito. 

viernes, 5 de febrero de 2021

 Pancho





Artemio Ríos Rivera


Pancho era el octavo de 11 hermanos, su lugar de aparición estaba entre las únicas dos mujeres de toda la prole: Eva y Laura. A sus 12 años ya sabía que, a pesar de su pobreza, el color de su piel lo distinguía, que sus apellidos hablaban de sus raíces hispanas, que nada tenían que ver con la indiada de sus amigos y sus apelativos nahuatlacas o mexicanos. 

 

Pancho era un paria, pero con alcurnia. Él lo sabía y eso era suficiente, además la gente de bien lo prefería a él, que a los niños cobrizos, para encargarle los mandados, para pedirle favores.

 

La mitad del siglo XX lo encontró cargando canastas en el mercado de La Merced, en la parte india de la gran ciudad de México. Como cargador juntaba dinero para ver los estrenos cinematográficos de, Los olvidados de Buñuel y Río grande de John Ford. Ir al cine era un lujo, su más caro anhelo. Muchas veces tenía que rogar para entrar a la sala o colarse, ante las dificultades de su edad y la clasificación de las películas. A pesar de su madurez emocional y de hacerse cargo de sí mismo, seguía siendo un niño.

 

Su madre y sus hermanos estaban regados entre la ciudad de México y el puerto de Veracruz, con actividades diversas y diferentes apellidos paternos, pero, afortunadamente la mayoría eran blancos, algunos con el pelo o los ojos claros como él. Esa era su riqueza y distinción, le había dicho alguna vez su madre.

 

Su familia se diseminaba entre Puebla, Tlaxcala, Córdoba, Orizaba, Veracruz; las ciudades marcaban casi la ruta de Cortés, decía su madre, la ruta del conquistador, de las raíces de Pancho. El discurso de su madre era contundente: Nada de irse a vivir al campo, hay que establecerse en las ciudades, hay que ser dignos, orgullosos de nuestra raza, no denigrarnos con las conductas de los indianos, esos ridículos, sucios que ni siquiera saben que uno debe cagar en wáter y asearse en el bidet. 

 

Pancho en realidad tomaba con naturalidad su condición, aunque no supiera quién había sido su padre le bastaba con tener sus dos apellidos: Astorga y Martínez. Sus patronímicos le parecían fuertes, sonoros, elegantes. Además, creía las historias de su madre: somos de la descendencia de Martín Cortés, el hijo del conquistador, por eso somos Martínez, les decía a todos sus hijos. A él le repetía: Astorga, de la nobleza de León, del norte de España. Pancho no sabía geografía ni historia, sabía leer y escribir, pero no había ido a la escuela. Por su madre y los primeros apellidos de sus hermanos sabía la heráldica de los Ávila, Huesca, Grijalva o Pizarro. Lo único que le quedaba claro era que no debía ser pazguato o grotesco. Pobre, pero digno, de ser posible elegante.

 

Hoy la fortuna juntaba a los hermanos. Víctor se casaba en Tlaxcala. El tercero de los hermanos había tenido la fortuna de aprender un oficio en la calle de Plateros. Al poco tiempo de trabajar en el taller de joyería se lo llevó un empleador al estado vecino. Víctor fue obediente, sumiso, pero con criterio. Como provenía de buena familia, aunque venida a menos, ahora se casaba con la hija de su benefactor quien además era dueño de la hacienda de La Trinidad.

 

Por diferentes medios habían sido convocados los hermanos y ahí estaban, en la víspera de la boda, con sus mejores ropas, relavadas, un poco raídas pero limpias, muy limpias y perfumadas con aguas de hierbas.

 

El día había sido de comilona y pláticas, los mayores y los ricos tenían la palabra, los demás escuchaban, asentían y se carcajeaban de los chistes, se asombraban de las épicas historias de los próceres de las familias, de los adelantados de la conquista .

 

Su madre había dicho una vez que, después de los pecados capitales, Dios, para compensar a los hombres había creado al cerdo. El puerco, decía, es el más delicioso manjar. La víspera había estado servida por abundantes guisos de cerdo. Pancho había disfrutado la comida, se había excedido, era fiesta y el siempre tenía hambre. Había comido cueritos, criadillas, chistorra y, sobre todo moronga.

 

Alrededor de una gran fogata en el patio central, los adultos contaban las leyendas de la región: La Llorona, el callejón del muerto, la Mulata de Córdoba… naguales y diablos desfilaron en la febril imaginación de Pancho.

 

A la hora de dormir, no quiso descansar en el granero. Prefirió irse a la azotea de 

la casona que estaba frente a la catedral de la ciudad. Le dieron lugar en un cuarto de trebejos con ventana al parque central, justo sobre el balcón de la recámara del viejo y reputado hacendado.

 

La comida hizo sus efectos, los retortijones en el estomago eran ruidosos y con dolor, los gases eran insoportables. Pancho estuvo pensando en ir al baño, pero no había tal en la azotea, tendría que bajar a la zona de la servidumbre, en el patio cercano a las caballerizas, cruzar de polo a polo la propiedad. Estaba lejos, oscuro y la noche estaba llena de murmullos extraños para él. 

 

Otra tensión era el miedo, las historias de terror no lo dejaban salir de aquel cuartucho. Por fin la urgencia, la candidez y la inconciencia lo llevaron a asomar el culo por la ventana, no sabía si estaba cagando o meando, pero un abundante líquido negro escurría por su ano. Descansó, durmió como un bendito. 

 

Por la mañana lo despertó el escandalo de la calle y el mal olor, se asomó a la ventana y se veía el negro escurridero desde la azotea hasta la banqueta del primer cuadro de la ciudad. Se quería morir, lo invadió la más profunda vergüenza al ver los dedos de los transeúntes que, a carcajadas y con repudio, lo señalaban directamente a él. Para Pancho se había acabado la nueva familia y la fiesta.




Imágenes tomadas de

https://blog.tacoguru.com/la-moronga-del-cerdo-para-el-mundo/

https://cookpad.com/eeuu/recetas/6874941-morcilla-de-cerdo-doradas

https://www.elespanol.com/cocinillas/recetas/20111108/revuelto-morcilla-picatostes/1000080041999_30.html

  

lunes, 1 de febrero de 2021

Chinchucarcas



Chinchucarcas

Artemio Ríos Rivera

Categoría sociológica proveniente de los vocablos latinos chinchulín y chicarcas.

Se trata de grupos de individuos jóvenes de ambos sexos, ya sean por nacimiento o producto de cirugías plásticas. A estos híbridos se les ve andar en grupos de tres, por aquello de las, los y les, además les encantan los tríos y los triángulos obtusángulos. Aunque provienen de las ricas zonas residenciales, se les localiza en los barrios céntricos de metrópolis populosas del tercer mundo como la Ciudad de México, Buenos Aires o Río de Janeiro.

Son personajes embutidos en vestimentas de telas plastificadas, tratan de aparentar gran altura y parecen intestinos gruesos parados, tripas de leche, chinchulines. Algunos se hacen acompañar de sus mascotas con la misma vestimenta que ellos, sus escoltas simulan intestinos delgados reptantes. Algunos chinchucarcas gustan llevar encadenado un trofeo de guerra: el chinchurreo, generalmente reclutado en los barrios marginales de la ciudad, también llamado tripón por tener un abdomen voluminoso. En sus barriadas les dicen lombricientos. 

Estos chunchullos, chinchurrias o chunchules distingen a uno de sus integrantes con espinas de nopal o chumbera insertados en la barbilla y las cejas, además de amputarle uno o dos dientes frontales como un verdadero padrino de barriada, como padrote de mala muerte o neopachuco. El distinguido por el grupo es el chicarcas del colectivo. De ahí la denominación grupal que acuñó el antropólogo Ricardo Posos Ahorcaditas, Chinchucarcas.

Video del Ejido San José

Evidencia a mitad del proceso...