Chucho
Artemio Ríos Rivera
Después de su tercer divorcio, Chucho había decidido no tener más casa, es decir vivir en espacios rentados, pensiones, arrimado con amigos, pero ya no en casa propia. En todos los casos, aunque los esfuerzos no habían sido sólo de él, las casas adquiridas se las habían quedado ellas.
Chucho hizo cuentas de su edad, los años que pensaba vivir a lo sumo, su salario, sus posibilidades de jubilación, el costo de las rentas y pensó que podía alquilar habitaciones y cambiarse de lugar cada vez que le viniera en gana. La casa propia te ata, como el matrimonio, se decía.
Pero no faltan las influencias poderosas, su mamá y su hermana, al paso de algunos años y tres departamentos lo empezaron a aconsejar: ¿cómo? él que era tan trabajar, tan buen hijo y hermano, ¿no tenía casa propia? La frase preferida de su madre, que le escupía a la cara cada vez que la visitaba: pobre Chucho, tanto trabajar y no tienes ni un pedazo de tierra donde caerte muerto. Eso te pasa por mujeriego, ellas te han quitado todo. Deberías sentar cabeza, tener algo tuyo, pero tuyo, tuyo.
Para frenar la ofensiva Chucho empezó por comprar un terreno, barato, en las afueras de la ciudad, una zona ejidal, casi deshabitada. Así, primero pensó en bardear la propiedad, para evitar que lo invadieran y le arrebataran su nuevo y escaso patrimonio.
Cimientos, paredes y una modesta vivienda empezaron a darle forma a su futuro hogar, para beneplácito de su familia. Pero, el dinero no era suficiente para repartirlo entre la renta, la construcción, las pensiones alimenticias y otros gastos. El apremio lo decidió a irse a la nueva casa, aunque estaba a medio construir: obra negra, piso de tierra, servicios prendidos con alfileres.
Aunque no tenía tantos muebles o cosas de valor, el tema de la seguridad era una preocupación constante. Eso se aunaba a lo solitario del lugar y la situación del país. No de muy buen gusto, Chucho empezó a dormir en su nueva residencia. Era otoño con frío y fuertes vientos del norte que aullaban en su coqueteo con los árboles.
En su primera noche y como suele suceder con el mal tiempo, se fue la luz. Sin luz, internet, sin señal telefónica o algo más para distraerse, Chucho empezó, sin darse cuenta, a concentrarse en los ruidos que se magnificaban con el silencio. Tendré que adoptar un perro, se dijo, cuando algo golpeó la puerta. Había sido un ruido seco que lo sobresaltó. Ahogó un grito: Qué habrá sido, pensó. Se quedó atento por si el golpe se repetía. Tal vez era una piedra lanzada para ver si alguien abría la puerta, un truco ingenioso para saber si una vivienda está vacía.
Los golpes se repitieron en dos tonos: Pum, toc. De manera irregular en tiempo y fuerza, los golpes menudeaban en la puerta y la ventana. Chucho, incluso creía oír ruidos en la pared del lado norte de la casa, como si alguien palpara buscando un lugar hueco para romper.
Los golpes, el aire norte y el frío que se colaba por los intersticios de la inacabada construcción, mantuvieron a su habitante despierto durante casi toda la noche. ¿Qué será? O ¿Quién? O ¿Quiénes serán?, tantos golpes no pueden ser causados por una sola persona, luego son ráfagas de varios golpes juntos en los dos tonos. Querrán robar o sólo espantarme. Serán conocidos o desconocidos, lo harán por diversión o por consigna, o por ambas cosas. Las dudas crispaban los nervios de Chucho que, después de mentar madres con toda la fuerza de sus pulmones cayó vencido por el cansancio, el enojo y la incertidumbre. La tensión le cedió lugar al sueño profundo. En la madrugada se durmió como un bendito, sin importar golpes, ruidos o inclemencias.
Como dice el dicho, siempre, después de la lapidación viene la calma, Chucho se levantó ya avanzado el día. El sol esplendoroso, el cielo completamente despejado. Con mucha precaución abrió la puerta para comprobar que, todo el frente de la casa, ventana y puerta incluida, estaba tapizado por piñas y bellotas, uno que otro tronco y rama, provenientes de los pinos del otro lado del camino.