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viernes, 5 de febrero de 2021

 Pancho





Artemio Ríos Rivera


Pancho era el octavo de 11 hermanos, su lugar de aparición estaba entre las únicas dos mujeres de toda la prole: Eva y Laura. A sus 12 años ya sabía que, a pesar de su pobreza, el color de su piel lo distinguía, que sus apellidos hablaban de sus raíces hispanas, que nada tenían que ver con la indiada de sus amigos y sus apelativos nahuatlacas o mexicanos. 

 

Pancho era un paria, pero con alcurnia. Él lo sabía y eso era suficiente, además la gente de bien lo prefería a él, que a los niños cobrizos, para encargarle los mandados, para pedirle favores.

 

La mitad del siglo XX lo encontró cargando canastas en el mercado de La Merced, en la parte india de la gran ciudad de México. Como cargador juntaba dinero para ver los estrenos cinematográficos de, Los olvidados de Buñuel y Río grande de John Ford. Ir al cine era un lujo, su más caro anhelo. Muchas veces tenía que rogar para entrar a la sala o colarse, ante las dificultades de su edad y la clasificación de las películas. A pesar de su madurez emocional y de hacerse cargo de sí mismo, seguía siendo un niño.

 

Su madre y sus hermanos estaban regados entre la ciudad de México y el puerto de Veracruz, con actividades diversas y diferentes apellidos paternos, pero, afortunadamente la mayoría eran blancos, algunos con el pelo o los ojos claros como él. Esa era su riqueza y distinción, le había dicho alguna vez su madre.

 

Su familia se diseminaba entre Puebla, Tlaxcala, Córdoba, Orizaba, Veracruz; las ciudades marcaban casi la ruta de Cortés, decía su madre, la ruta del conquistador, de las raíces de Pancho. El discurso de su madre era contundente: Nada de irse a vivir al campo, hay que establecerse en las ciudades, hay que ser dignos, orgullosos de nuestra raza, no denigrarnos con las conductas de los indianos, esos ridículos, sucios que ni siquiera saben que uno debe cagar en wáter y asearse en el bidet. 

 

Pancho en realidad tomaba con naturalidad su condición, aunque no supiera quién había sido su padre le bastaba con tener sus dos apellidos: Astorga y Martínez. Sus patronímicos le parecían fuertes, sonoros, elegantes. Además, creía las historias de su madre: somos de la descendencia de Martín Cortés, el hijo del conquistador, por eso somos Martínez, les decía a todos sus hijos. A él le repetía: Astorga, de la nobleza de León, del norte de España. Pancho no sabía geografía ni historia, sabía leer y escribir, pero no había ido a la escuela. Por su madre y los primeros apellidos de sus hermanos sabía la heráldica de los Ávila, Huesca, Grijalva o Pizarro. Lo único que le quedaba claro era que no debía ser pazguato o grotesco. Pobre, pero digno, de ser posible elegante.

 

Hoy la fortuna juntaba a los hermanos. Víctor se casaba en Tlaxcala. El tercero de los hermanos había tenido la fortuna de aprender un oficio en la calle de Plateros. Al poco tiempo de trabajar en el taller de joyería se lo llevó un empleador al estado vecino. Víctor fue obediente, sumiso, pero con criterio. Como provenía de buena familia, aunque venida a menos, ahora se casaba con la hija de su benefactor quien además era dueño de la hacienda de La Trinidad.

 

Por diferentes medios habían sido convocados los hermanos y ahí estaban, en la víspera de la boda, con sus mejores ropas, relavadas, un poco raídas pero limpias, muy limpias y perfumadas con aguas de hierbas.

 

El día había sido de comilona y pláticas, los mayores y los ricos tenían la palabra, los demás escuchaban, asentían y se carcajeaban de los chistes, se asombraban de las épicas historias de los próceres de las familias, de los adelantados de la conquista .

 

Su madre había dicho una vez que, después de los pecados capitales, Dios, para compensar a los hombres había creado al cerdo. El puerco, decía, es el más delicioso manjar. La víspera había estado servida por abundantes guisos de cerdo. Pancho había disfrutado la comida, se había excedido, era fiesta y el siempre tenía hambre. Había comido cueritos, criadillas, chistorra y, sobre todo moronga.

 

Alrededor de una gran fogata en el patio central, los adultos contaban las leyendas de la región: La Llorona, el callejón del muerto, la Mulata de Córdoba… naguales y diablos desfilaron en la febril imaginación de Pancho.

 

A la hora de dormir, no quiso descansar en el granero. Prefirió irse a la azotea de 

la casona que estaba frente a la catedral de la ciudad. Le dieron lugar en un cuarto de trebejos con ventana al parque central, justo sobre el balcón de la recámara del viejo y reputado hacendado.

 

La comida hizo sus efectos, los retortijones en el estomago eran ruidosos y con dolor, los gases eran insoportables. Pancho estuvo pensando en ir al baño, pero no había tal en la azotea, tendría que bajar a la zona de la servidumbre, en el patio cercano a las caballerizas, cruzar de polo a polo la propiedad. Estaba lejos, oscuro y la noche estaba llena de murmullos extraños para él. 

 

Otra tensión era el miedo, las historias de terror no lo dejaban salir de aquel cuartucho. Por fin la urgencia, la candidez y la inconciencia lo llevaron a asomar el culo por la ventana, no sabía si estaba cagando o meando, pero un abundante líquido negro escurría por su ano. Descansó, durmió como un bendito. 

 

Por la mañana lo despertó el escandalo de la calle y el mal olor, se asomó a la ventana y se veía el negro escurridero desde la azotea hasta la banqueta del primer cuadro de la ciudad. Se quería morir, lo invadió la más profunda vergüenza al ver los dedos de los transeúntes que, a carcajadas y con repudio, lo señalaban directamente a él. Para Pancho se había acabado la nueva familia y la fiesta.




Imágenes tomadas de

https://blog.tacoguru.com/la-moronga-del-cerdo-para-el-mundo/

https://cookpad.com/eeuu/recetas/6874941-morcilla-de-cerdo-doradas

https://www.elespanol.com/cocinillas/recetas/20111108/revuelto-morcilla-picatostes/1000080041999_30.html

  

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