Cuento o novela
Sandra Ortiz Martínez
Artemio Ríos Rivera
Se repitió con fastidio que no escribiría un cuento, pensó que quería hacerlo sólo porque en él era un recurso, aparentemente fácil. ¡De todo escribe cuentos!, sobre todo de ellas, de sus historias con ellas, de sus mujeres.
Estaba harta de pensar en él,
de que su vida tuviera un gran hueco y se llenara de él, de una relación que sólo le dejaba esa extraña sensación de resaca y vacío, de tristeza profunda en el corazón. Como si en el fondo, al pensar en un cuento, presintiera que su historia terminaría pronto, en un abrir y cerrar de ojos, o quizás no tanto, pero que terminaría, eso sí de manera intensa, pero rápida.
Daba vueltas, después de leer los cuentos de él, resultaría fácil hasta copiarle el estilo: escrito en primera persona, luego de describirse, de encargarse que se supiera que él y nadie más estaba detrás, armar la trama, contar la historia. Disfrutaba leerlo, le gustaba quién era en sus relatos, ese ser de ficción que se describía en su historia.
Pensaba, reflexionaba que, desde aquella primera tarde juntos, muy cerca de San Juan de Ulúa a donde la llevó a conocer y conocerse, a tocarse por primera vez; en donde disfrutó la tibieza de su cuerpo para guarecerse del viento enrachado del norte. Recordaba la discreción con que su boca sabía besar; desde esa tarde, estaba claro que a ella le hubiera gustado vivir su historia, de ella, no la de él. Su trabajo de maestro rural, de activista político, de antropólogo formado en el marxismo, de poeta, de escritor de cuentos, de casanova e inclusive ahora, que en su cumbre profesional era una mezcla extraña de literato, investigador y maestro.
Y ahora, después de un par de años intensamente compartidos, se había enamorado del pasado de él, no de él sino de su historia. Se descubría con una necesidad enorme de repetirlo, de seguir sus pasos, por lo menos en eso que, ella leía como: “escribir sus cuentos para curarse el corazón o la desazón”; sí, la frase era divertida. Ella sabía que no podría ser ni socióloga formada en el marxismo; ni maestra rural. Se divertían diciendo que reproducirían las viejas prácticas charriles del sindicato y ella compraría su plaza de “profeta”, como a él le gustaba decir. Ella sabía que su vida necesitaba de una red más amplia, con más gente, no de coyuntura sino de larga duración.
Necesitaba más cosas que las que ofrece una escuela y una comunidad perdida en una de las sierras de las grandes montañas. Intuía que, si regresaba al activismo político, no sería como el que él había tenido, no lucharía por la dirigencia desde la izquierda de una sección sindical; ni tampoco haría huelgas de hambre en una plaza, ni se desnudaría como parte de una manifestación de protesta. Se desnudaría sí, como le gustaba hacerlo: ofreciendo la humedad de su cuerpo como la sustancia sagrada para realizar el rito excelso del amor y la libertad que ofrece la intimidad de la sexualidad.
En el fondo, sabía que tampoco sería poeta; que no tendría hijos, por lo menos biológicos, como sí los tenía él. Y, ¡puta madre, no por piedad! tampoco escribiría cuentos. Quería pero, no podía repetirlo, aunque le fascinaba, ella quería escribir su propia vida, su, también, propia historia.
Por eso le encabronaba tanto sentir ese deseo ineludible y claro de escribir un cuento, un cuento que contara su historia con él; como él lo había hecho tantas veces con ellas. Se fumo un cigarro, bebió un poco de café y se fue a la cama, esperando que las hadas de su sueño repitieran la magia nocturna de amarrar, con hilos secretos, orilla con orilla, las breves fisuras que la vida dejaba en su alma.
Amaneció con un humor amargo, con ganas de llorar y pensó, “otra vez, pinches hormonas, hacen de mi lo que quieren y lo seguirán haciendo hasta que me muera”. Se levantó, abrazó a su perro juguetón, se acicaló y salió de su casa, para comprar en la primera tienda que encontrara, una barra de chocolate, a ver si aminoraba un poco los estragos del síndrome pre-mestrual y también para tomar fuerzas y visitarlo a él, a primera hora, en su oficina.
En el camino, mientras recorría las calles del centro, magníficas y relucientes a esas horas del día, casi madrugada, en que se alumbran con sol nuevo y están huérfanas de marchantes; pensaba que además de dejarle el primer borrador de su tesis, que prometió revisar y leer críticamente, y que serviría para, por fin, acreditar su licenciatura.
El “trabajo recepcional” del que su inepto asesor no había comentado nada el muy imbécil, eso no le servía. Sólo se esmeraba por complacerla y decirle que era un trabajo magnífico, digno de presentarse en el colegio de posgraduados. Recordaba la cantaleta: Las ideas que expones son brillantes, dialogan paritariamente con los mejores planteamientos de la Filosofía Latinoamericana actual… ¡Sí!, decía ella hacía sus adentros, si usted no fuera un honorable cabrón urgido de cama y yo no fuera una fósil de la facultad, como si no supiera que esos son sus argumentos para que las tesistas urgidas aflojen. Si no necesitara su firma aprobatoria, le metería mis brillantes ideas impresas y enrolladas por el culo.
Mientras pensaba en que por fin le entregaría algo que sólo ella había hecho, que la exponía y evidenciaba en los frágiles caminos de su pensamiento frente a él, sobre la vida como una novela. A él a quien tanto respetaba y por eso le interesaba especialmente su opinión del texto y confrontarlo académicamente; pensaba que además buscaría un lugar escondido para darle un beso, sin el temor a las miradas de su equipo que, como un ejercito obrero de hormigas, hurgaban en los archivos de historia para encontrar el material necesario que nutriría la Historia no oficial de los lideres del SNTE de 1950 al 2000, proyecto por el que él realizaba una estancia posdoctoral en el Archivo General de la Nación.
Cuando llegó a las instalaciones del mítico Palacio de Lecumberri y mientras se dirigía a su oficina o cubículo, como ella prefería llamarlo, sintió un hueco en el estomago, no sabía si porque pronto él leería y criticaría férreamente su trabajo o porque recordó su pelea interna la noche anterior por escribir un cuento sobre ellos dos. Junto con este recuerdo vino otro, de unas semanas antes, mientras ella lo esperaba terminar su clase y él disertaba para sus alumnos de la Universidad, sobre la diferencia entre el cuento y la novela histórica, a ella le parecía interesante la analogía que hace Cortázar sobre ambos géneros literarios con una fotografía y una película, y que él recuperaba en actitud pedante y magistral diciendo con elocuencia “el cuento narra un hecho, como la fotografía presenta una sola imagen, la novela en cambio, como en una película, cuenta una secuencia de hechos”, con un poco de vértigo siguió caminando rumbo al encuentro. Estaba claro, él prefería el cuento, ella la novela.
Llegó a su oficina y tras sonreír amablemente a la secretaria que alegre preparaba café, entró para encontrarlo metido en la pantalla de su computadora, revisando correos y tomando algunas notas. Olvidó aquello del beso a escondidas, le sonrió, lo saludó como debía hacerlo, con un beso en la mejilla y un apretón de mano, le entregó el impreso de su tesis y se dispuso a salir. Él parecía indiferente, ensimismado, no notó el nerviosismo con que ella se detuvo antes de cerrar la puerta, para regresar, abrazarlo fuerte y decirle: por favor, si un día escribes algo sobre mí, algo sobre nuestra historia, no escribas un cuento, que sea una novela, necesito saber que hay muchos episodios más después de San Juan de Ulúa.
FOTOS:
San Juan de Ulúa https://www.inah.gob.mx/red-de-museos/8909-museo-local-fuerte-de-san-juan-de-ulua
San Juan de Ulúa 2 https://www.turimexico.com/estados-de-la-republica-mexicana/veracruz-mexico/monumentos-historicos-en-veracruz/san-juan-de-ulua-veracruz/
AGN http://glosarioarchivoagn.blogspot.com/p/glosario-archivo-agn.html