Emergente salida
Artemio Ríos Rivera
Nunca había creído en salidas de emergencia; viejo capitán de fragata al garete.
Siempre se sostenía a pie firme, hasta el final, por el rumbo que la vida le marcara.
Sostenerse a pie firma, como si eso se pudíera decir de andar con el alma encorvada, con una rodilla descalcificada y estraviada la vista. Sostenerse a pie firme era, sin duda, quedarse tirado en cualquier quicio completamente ebrio.
Le habían tocado, al menos, cuatro sismos memorables en esa sincopada ciudad. En realidad su vida era un sismo permamente, temblor perene y sin sentido. No había hecho nada por resguardarse de los movimientos telúricos, no era valor sino desconcierto, parálisis disimulada por no saber qué hacer en casos de emergencia. A los demás les parecía estoico, centrado.
En la mañana, de noche o en pleno día, veía desbordarse el agua del estanque público donde abrevaba. Vaíven rítmico, pulso frenético con que el piso, antes lacustre, reacomodaba sólidos, plasmas en sus entrañas o eructaba gases iinfectos que sacudían un desmesurado y fracturado cuerpo de inmensos deshechos. Corpus desdibujado en una irregular superficie que poco a poco se hundía en sí misma. Sus líquidos corrían sin cauce, su corazón era convulso.
Cuando del inocente consumo de un cigarro pasó a la caña y empezó a escalar, inalterable, hacía cualquier droga que un cualquiera pusiera a su alcance, todavía era adolescente hijo de familia, aunque se presumía descastado. Al llegar a los inhalantes industriales sintió que se lo tragaban las alcantarillas en las que a veces, sin saber cómo, se metía a esperar la resaca. Húmeda vagina de hálitos y flatulencias cálidas.
Con el tiempo ya no era el dulce vértigo de la caída postergada, ya no era flotar en la inexistencia, ahora era el golpe seco al tocar el fondo. Entonces sentía la necesidad de que su madre insistiera en la rehabilitación del vaztago, en el castigo ejemplar metiéndolo a un anexo para drogos. Que se haga señora tu voluntad, que sea el albedrío de otro para no traicionar la propia falta de voluntad. El viento no podía tomar decisiones sin sentirse incongruente con lo que había “decidido” hacer de su vida. Rafagas al garete lo llevaban a remolinarse en sus propias heces.
Perdido como estaba en su galimatías, aislado de su familia que literealmente no lo encontraba, supo que no había salidas de emergencia. Que en todo caso él tendría que emerger, poco a poco, de sus propios deshechos, pero no tenía esa voluntad. No había salida de emergencia, donde mágicamente, en un abrir y cerrar de ojos todo estuviera resuelto, superado.
La matriarca no quiso abortar, no aceptó esa fuga y ahora estaba tan perdida como él, cargando culpas inexplicables, queriendo hacer su anuencia en el otro. Ahora era una plañidera ejemplar que buscaba a su hijo quién sabe dónde, en qué cuneta del desolado camino. Ahora era una verdadera progenitora.
En su inconsciencia, en su voluntaria huída de sí mismo, él sabía que tenía a alguien, por eso, a su pesar, indefectiblemente buscaba a su predecesora. Así, aún afectado, roñoso, sabía que podía buscar la gracia a su desgracia. Que su matriz podía ser la luz para salir del tunel, boca, vagina, nuevo parto. Sólo su raíz obligaba a sus aéreas hojas aferrarse a la tierra.
Como buen patriarca, cimentado en teorías antipatriarcales, no tenía ninguna confianza en su progenitor. Como buen anarquista era autoritario. Desconfiaba de la indiferencia que no lo obligaba a dejar los estimulantes, no era nada tranquilizante. Recelaba que lo dejara elegir sin límites, cuando él no podía hacerlo en realidad, no sabía cómo proceder.
Necesitaba ser obligado, con gusto habría obedecido a la figura íntima de autoridad, pero su padre no creía en salidas de emergencia.
Tres, cuatro lustros escondido en los parques, en las cloacas del centro, en los mercados viejos que siempre le ofrecían minas amontonadas de deshechos, siempre había un jitomate o un pan reblandecido que abonaba a su ayuno.
Él se sabía, en medio de su catástrofe, un hombre de principios y no iba a claudicar.
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