La zapatilla de cristal
Artemio Ríos Rivera
Él era edecán de un decadente circo, su uniforme militar se complementaba con un tambor que golpeaba al compás de lo que iba aconteciendo en la entrada. Redobles a los caballeros, silbidos coquetos a las damas, trompetillas a los jóvenes, sonidos nupciales a las parejas jóvenes.
El Cremas, así lo conocían en el circo porque se embadurnaba cualquier afeite en la cara y las manos; era un verdadero fenómeno, le faltaba un pie y, sin embargo, podía con la muleta, el tambor y su personaje uniformado.
Ella era estudiante de danza en la universidad, venía de los arrabales. Era la primera generación de universitarios en su antigua familia. Trabajaba los viernes y sábados por las noches en un centro nocturno para pagarse los estudios y tener tablas, justificaba. Enfrentar a un público difícil, patriarcal y borracho, de imprevisible exigencia, la ayudaba a prepararse para debutar con cualquier ballet del mudo, decía.
Como era corto de entendederas, el Cremas no salía del circo. Toda su vida social e íntima la hacía en ese lugar de carromatos y carpas deslavadas, no conocía más mundo. Ese día se sentía triste, solo, después de la última función salió a caminar.
Cansado, desorientado, se sentó a mirar el cielo en la esquina que conformaban dos calles que hacían una cuchilla. El local tenía tres vistas: un frente, atrás y el costado de la pirámide truncada. El Cremas estaba entre la puerta de servicio y la entrada a un breve estacionamiento. Le llamó la atención la música y el haz de luz que salía por un pequeño hueco en los cristales pintados de negro. Se asomó y la vio: radiante, extendida desde las puntas de los pies hasta los dedos de su mano que apuntaba al cielo, la otra se sujetaba al tubo descromado, con oxido.
Sujeta del caño bailaba y hacía piruetas en un pie, todo su atuendo era un tutú amarillo un poco largo para el lugar. Ella calzaba una enorme zapatilla transparente, de cristal le pareció al Cremas, con una plataforma de 10 centímetros.
Fue un segundo luminoso, pero parecía una eternidad. La figura espigada se quedó en el centro de su ser. De pronto sintió un golpe en la espalda: órale pinche orate, sáquese. Aquí, como en el pocar, se paga por ver. Cojeando, a grandes trancadas entre muleta y pie, haciendo largos compases llegó jadeante y lloroso al pequeño coliseo.
Desde entonces no podía sacarse la imagen de la cabeza. El circo llegaba al final de su temporada en esa ciudad. No se podía ir así, decidió acercarse al club nocturno.
Sigilosamente se asomó por el mismo hueco de luz, las llameantes luces lo deslumbraron. Después de la sorpresa, comprendió. Adentro era el caos, gritos y carreras. El local se estaba quemando. En el centro de la pista vio, a un lado del tubo, una zapatilla de cristal tirada. Cuerpos de mujer corrían en sentido opuesto a su observatorio, entonces la vio o creyó verla. El tutú había sido alcanzado por las llamas.
Uniformado se sentía especialmente fuerte. Corrió a saltos y se metió al infierno buscando la bailarina coja. Pero, no, no había una sola mujer renga. Se tardó una eternidad mirando piernas y las caderas de donde provenían. En medio de las llamas perdió su muleta y no pudo salir a la calle.
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