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lunes, 25 de enero de 2021

El Picinic




 El Picinic

Artemio Ríos Rivera


Como en los viejos cines de piojito, en las nuevas salas cinematográficas se puede hacer de todo. No son propiamente cines sino salas de realidad virtual en el campo, al aire libre, en “contacto con la naturaleza". Los Picinics son tan grandes como los viejos autocinemas, con todo tipo de aparatos de audio, video, luces y proyección para una audiencia casi familiar. 

 

El Picinic es una aportación del tercer mundo, inició sus actividades en Haití y se ha extendido por toda la aldea global.  


Según las etimologías anglofrancocreoles, picinic es una contracción de los vocablos piso y notación de medida pi; en el caso de cinc, según el diccionario, se trata de un material compuesto de cemento y amianto que se emplea en la fabricación de placas onduladas para cubiertas de construcciones, en este caso para pequeñas separaciones; y cinema, como un establecimiento dedicado a la proyección de imágenes y sonido. La acepción de piso implica algo nivelado (es decir, todos al mismo nivel). Hay quienes dicen que cinic es una contracción de cínico, pero no, significa carcajada en criollo.

El picinic inició como una variante de los ritos de vudú. Los jóvenes y las familias buscaban diversión sin religión, esto dio origen a espacios para acampar donde las familias veían películas antiguas en viejas televisiones y videograbadoras descontinuadas, recicladas, recogidas de la basura tecnológica. No sólo veían, sino que acompañaban las proyecciones con bailes, danzas, juegos o sus propias escenas de amor, un espectáculo interactivo. La ingesta de ciertos brebajes desinhibía a la concurrencia que se desfogaba en especies de rituales fetichistas, verdaderos performances unívocos. 

 

Con el tiempo y las opiniones de los ecologistas sobre el uso del reciclaje, se fueron poniendo sábanas de pantalla, proyectando videos y sombras chinescas en un espacio de 3.1416 metros cuadrados por familia, pareja, individuo o tribu. 

Para tener un lugar en el campamento sólo había que pagar el derecho de piso, para nivelarse con los demás concurrentes. Para que no fuera un espacio o espectáculo clasista, algo políticamente incorrecto en nuestros días.

 

Actualmente no se necesitan paredes para conservar la privacidad o convertirse en el espectáculo de los vecinos, los audífonos y las gafas 3D de visión panorámica aumentada, hacen que cada espectador este concentrado en su propia diversión sin darse cuenta de lo que sucede en el apartado vecino. Además, con la legalización de las drogas “blandas” cada quien se clava en su propio imaginario. De todos modos, entre pisos, hay un absoluto respeto, cuando alguien se desconecta para comer, beber, tener sexo o hacer otras actividades que requieren de su salida de la realidad virtual y ritual, sirven de espectáculo a sus vecinos quienes sólo tienen derecho a mirar en silencio. La extimidad en su más plena expresión.


Uno de los más famosos picinics es el denominado Gomosodorra, sobre los Campos Elíseos, al que los críticos de arte han denominado “La capital mundial del exexo”.

 

 















Imágenes tomadas de:

1943 https://www.sopitas.com/noticias/lsd-la-droga-que-cambio-al-rock/

El Hype facebook     

https://www.facebook.com/elhypemag/photos/pcb.1275117452643956/1275115949310773/

Extasis 01 https://www.fantasticmag.es/extasis-entrevista/

lunes, 18 de enero de 2021

Lulucita

 Lulucita

 Artemio Ríos Rivera



Esta vez, Lulucita se había negado a celebrar su cumpleaños. De su onomástico siempre decía que era una fiesta nacional en su honor. Un 2 de noviembre, el día de mayor celebración a los muertos, Lulucita había llegado al mundo.

 

Lulucita no cortaba pasteles sino panes de muerto adornados con las tradicionales veladoras. No hacían comida sino ofrenda, una especie de bufet adornado con flores de cempasuchil y papel picado con calaberas y catrinas.

 

Está vez cerraba su tercera década de vida. El año pasado, en una fiesta digamos normal, sus amigas la habían animado para que la próxima celebración fuera de antología, un órdago inolvidable. Sin embargo, la sana distancia, el quédate en casa y el reciente toque de queda en la ciudad, decidieron a Lulucita de suspender la celebración.

 

Hacía ya una semana que había mandado correos electrónicos, mensajes y posteos avisando de la cancelación. Las protestas de sus amigas y familiares eran unánimes. Argumentaban que, como ella vivía en una casa de campo no habría problemas con reunirse al aire libre y ponerse a tono libres de contagios. Sin aglomeraciones, con suficiente distancia entre los cuerpos. 

 

En la vispera recibió mensajes de un remitente desconocido con la leyenda “Cuidado con lo que haces”. Con qué de lo que hago, pensó. Mmmm… cuidado con…, no, eso no. Será con lo otro o con… ¿con qué debo tener cuidado?, pensó.

 

En los alrededores de su casa de campo, situada en una parte campesina, pobre, no hacia los fraccionamientos residenciales campestres, la gente iba a perder a los animales que ya no quería o no podía mantener. El camino estaba lleno de perros callejeros, algunos gatos y la fauna propia del campo. Así, Lulucita, sin ser animalista, ecologista o cualquiera de esas etiquetas a la moda que ella ignoraba olímpicamente, se había hecho de tres perros vagabundos: Pinta, Canela y Blaqui. 

 

Con los animales pasaba igual que con las personas, pensaba Lulucita, la gente quiere y prefiere a los machos. A las hembras las desprecian porque se embarazan y los llenan de animales, porque se ponen en celo y atraen manadas de machos, porque dan espectáculos deprimentes a los niños. 

 




Por eso eran, casi siempre, perras las que la gente perdía en el camino rural. Pinche gente, pudiendo esterilizar o practicarles abortos a las perras, prefieren perderlas, abandonarlas condenandolas al frío, el hambre y otras linduras. Lo bueno es que, a veces, estas hembras ganaban en libertad.

 

Al paso de los años Lulucita se había encariñado con sus canes y los presumía, sutilmente, en las redes sociales. No hablaba de ellos, ni de sus gracias, simplemente en las fotos que posteba invariablemte estaban merodenado los animales. Como una parte natural e impresindible del paisaje. Sus animales eran bravos, pelioneros, el instinto de superviviencia los había llevado en esa ruta.

 

El día del cumpleaños Lulucita se despertó en la madrugada por el ruido de las mañanitas fuera de su ventana, que lindo, serenata, pensó, ¿quién será?. Era obvio que la música provenía de un gangoso aparato electrico, no era música en vivo o algo así. Sin embargo, le siguió pareciendo un hermoso detalle. 

 

Aunque era cerrada la oscuridad de la madrugada abrío las cortinas, no distigió nada en el boscoso espacio que le servía de patio. Abrío la ventana y observó un foquito rojo que tintilaba, seguramente el reproductor de la música que se repetía. De pronto empezó a distinguir tres siluetas larededor del magnetofón, paradas, casí inmóviles. Las siluetas se movían un poco, se balanceaban al ritmo de viento. Parecían espantapájaros. Eran sus tres perros empalados.

lunes, 11 de enero de 2021

Pepe

 Pepe

Artemio Ríos Rivera

 

Tenía la ropa sobre la cama. Había sacado su top amarillo estampado con margaritas rosas, no es que fuera gay, era una cábala, para que los días fueran tranquilos.

Ahí, sobre el colchón, el resto de la ropa, algodón y mezclilla decolorada, impecablemente limpia, pero sin planchar, no es que fuera descuidado o fodongo, como le decía Petrita. No había razones ecológicas, le parecía que así no llamaba la atención. Le gustaba observar, pasar desapercibido, era un hombre de acción sorda y contundente.


La chamarra cazadora, de gabardina, siempre era una talla más grande a su medida. Azul o caqui los colores más comunes y anodinos. A pesar de la holgura, la chamarra siempre se veía natural, como de albañil que había heredado de un muerto más grande que él, pero sin que fuera una prenda guanga o de mal gusto. La Pietro Beretta de 16 tiros siempre le apuntaba al centro de las nalgas, hacia el hilo dental. La pistola no se notaba con el tipo de vestidura que portaba, la caída de las prendas era natural. Nada se veía fuera de lo común.


Por lo común se posicionaba débilmente, le gustaba repetirse esa frase que su maestro de la secundaria le había dicho para referirse, de manera elegante, a su timidez, a su opaca presencia en los espacios escolares.

Casi siempre usaba una gorra de beisbolista y tenis Converse de bota, de jugador de básquetbol. No es que fuera deportista o gustara de esos espectáculos. Unos tenis así ayudaban a correr y le fortalecían los tendones de los pies, evitando torceduras.


Sus compañeros de profesión usaban sombreros de fieltro, chamarras de cuero y botas vaqueras o tribales, de piel de cocodrilo o de pitón. Querían ser ostentosos y rayaban en lo estrafalario y ridículo. Por eso prefería actuar sólo o acompañado por un chamaco nuevo, ya fuera un halcón o el encargado de una tiendita. 

 

Sus caprichos eran íntimos, como usar una tanga femenina debajo de los bóxers. Eso lo excitaba y le traía buena suerte, se decía. No socializaba ni contaba sus cosas a nadie, solo se decía.

 

Su celular era desechable, no requería más. Las razones de seguridad se amoldaban a su gusto por la sobriedad. 



Sí, le preocupaban sus fetiches íntimos, por eso se cuidaba. Por eso le había mostrado sutilmente esos secretos a Petrita, quien en guardar intimidades era una roca. Lo había hecho no por debilidad, sino para un caso extremo, sí desaparecía y lo encontraban en alguna fosa clandestina, que sólo su abuela lo pudiera identificar por esas prendas.

Por eso se cuidaba con mucho rigor, para no ser herido, levantado o asesinado por los otros grupos, la policía o el ejercito. Para que no conocieran sus prendas íntimas en algún enfrentamiento, él no era un marica. Tampoco sentía necesidad de ostentarse como macho. Simplemente hacía su trabajo.


Cuando dejó de asistir a la escuela, no fue por razones económicas o por problemas personales, solamente empezó a tomar decisiones, no le interesaba ir a la escuela. No le interesaba algo en particular, sólo deambular solo, en bajo perfil.

 

Mimético, se camuflaba con el paisaje, con las situaciones. Caminaba, entraba y salía de manera invisible en antros, barrios, laboratorios y estaciones policiacas.

Su cara ligeramente alargada, nariz de bola, estatura 1.60 y 70 kilos de peso, correoso, menudo, lo hacían casi invisible. Un hombre más del montón, así parecía y así le gustaba verse. Su piel morena-clara no le daba algún toque particular, si fuera negro o blanco pensaba…

 

Como un trabajador cualquiera: obrero de la zona industrial o empleado de centro comercial así murmuraba cuando se veía en el espejo del cielo de su cama. Tampoco gustaba de cadenas de oro gruesas, cristos o medallas; traía colgado en el cuello un escapulario siempre visible.

lunes, 4 de enero de 2021

Madera

 

Madera

 

Artemio Ríos Rivera

 

Cuando apareció el ejemplar número cero de Madera en los pasillos de la facultad, en los baños y en medio de las bancas fue señal de que algún guerrillero había venido de la sierra a la ciudad.

 

También fue síntoma de que la policía política merodeaba la universidad porque tenían infiltrados a los grupos urbanos de apoyo al movimiento guerrillero.

 

Cuando decidieron hacer una prensa revolucionaria, un periódico del movimiento, tuvieron que ponerle un nombre. Pensaron en que lo que los protegía en las montañas eran los árboles, con su follaje se escondían de los helicópteros del ejercito, en sus ramas hacían guardias para vigilar los accesos a los centros de adiestramiento armado o a las reuniones de formación política. Árbol no era un buen nombre para un periódico, probablemente hojas, pero no ramas, tal vez verde, olivo por supuesto, pero no palos o troncos. Así, Robles propuso el nombre de Madera. Un sustantivo que implicaba a la selva, las montañas y otros parajes de la geografía del país, además el concepto de madera implicaba ya un proceso, no la manifestación bruta de la naturaleza sino la intervención del hombre para domesticar y hacer amables las ramas y troncos de los árboles. Pero no solo eso, la madera era la materia prima que permitió la fundación de las civilizaciones. Casas, muebles, herramientas y otros menesteres estaban hechos de madera, de maderas de diferente consistencia y calidad, apropiadas para diferentes usos. 
 

Si el hombre había sido hecho de arcilla, de maíz o de un pan primigenio, también podía haber sido hecho de madera. La madera seca con una chispa podía iniciar el fuego, incendiarlo todo, llenar de luz la oscuridad. El periódico, Madera, pretendía ser esa chispa que iluminara conciencias, que prendiera la hoguera de la revolución social. Mucha metáfora, mucho romanticismo, pero la célula se limitaba a un puñado de jóvenes focalizados en la lejanía agreste de la montaña. Aislados de todo y de todos. 

 

La primera distribución de Madera había sido un fracaso. Nadie se enteró de la existencia del GAR, Grupo de Acción Revolucionaria y sus objetivos en la lucha por un país mejor.

 

En realidad, la célula que redactaba, imprimía y distribuía Madera, era muy pequeña, ocho militantes a lo sumo. El grupo era rígido y desligado del movimiento social, de sus familias y de todo contacto con la población de ningún lado. Su formación política era realmente magra, sus documentos de formación eran manuales de marxismo de la academia de ciencias de la URSS. 

 

Los militantes estaban hechos de buena madera, pero tenían pocos recursos, pocas armas (en realidad sólo un par de pistolas viejas, sin parque), poca formación política, pero mucho corazón, muchos deseos de hacer justicia y abrir espacios de participación democrática. En el país no había vías de participación social o política. En los procesos electorales sólo el Partido de Estado presentaba candidato a la presidencia de la república y a todos los puestos de elección popular. Los otros partidos, tenían el mismo candidato a presidente y sólo obtenían migajas de las elecciones, claro dinero y prerrogativas. Cualquier movimiento sindical, estudiantil, obrero o popular era inmediatamente reprimido. No había diálogo ni atención a las demandas.

Lo que tenían en común los editores de Madera, era que todos habían participado en algún movimiento popular o sindical independiente y, por eso, quisieron corromperlos o encarcelarlos. Plata o plomo era la consigna de los agentes del gobierno que los invitaban a calmarse, claudicar o venderse. Así se vieron en la necesidad de huir, separarse de sus amigos y familias, pasar a la clandestinidad y organizarse para combatir al Estado.


Se hacían llamar GAR, Grupo de Acción Revolucionaria. Convenientemente la prensa y la inteligencia militar los presentaba ante la población como el grupo armado revolucionario. Así se justificaba su persecución y exterminio. 

 

Robles, el de fuerte madera, insistió en muchas discusiones en la necesidad de hacer un acto propagandístico en la distribución del número uno del periódico. Así serían noticia nacional y la gente sabría de su existencia y de su órgano de difusión: Madera. Había que hacer una expropiación en la casa de moneda de la ciudad y al mismo tiempo distribuir Madera al momento de la acción. Después de mucho tiempo y discusiones se aprobó el punto que llevó un largo proceso de planeación.

El día llegó. Se lanzaron a la ciudad los ocho militantes del GAR, apenas llegaban al lugar fueron baleados por agentes de inteligencia militar y civil, era una emboscada. Unos fueron desaparecidos y otros encarcelados, los más afortunados después fueron mandados al exilio. Robles era un agente de la Dirección Federal de Seguridad infiltrado en la célula de Madera.



Fotos tomadas de: 


1 y 2 https://adondevanlosdesaparecidos.org/2019/10/15/el-tiempo-suspendido-una-historia-de-la-desaparicion-forzada-en-mexico-1940-1980/

 

3 https://www.contralinea.com.mx/archivo-revista/2019/09/10/madera-la-madre-de-todas-las-batallas/

viernes, 1 de enero de 2021

El vendedor de letras

 El vendedor de letras
Para Eligio y los vendedores de libros

Artemio Ríos Rivera

 

El Vendedor de Alas tuvo que caminar más de un kilómetro para llegar al salón de fiestas, pagar un taxi no lo contemplaba en su presupuesto. Al campestre lugar se llegaba por un camino de terracería desde la última terminal de transporte urbano de la ciudad capital.

 

En realidad, nadie sabía a ciencia cierta el número de cumpleaños que celebraba el Mosta; se había pasado más de tres décadas en la unidad de humanidades como parte del inventario universitario. Nunca terminó el primer semestre de sociología. La necesidad lo había llevado a hurtar y vender libros en los pasillos de las facultades. Su activismo en los movimientos sociales y la venta de libros lo hicieron conocido y aceptado por la fluctuante comunidad estudiantil.

 

El Vendedor de Alas, como buen colega del Mosta, le llevaba, envuelto en papel periódico, un libro de regalo; un libro raro, una primera edición de un novelista desconocido del siglo XIX. Seguramente varios vendedores de libros nuevos y usados se darían cita en la fiesta.

 

El Mosta era irónico, un cínico, durante más de un lustro festejó su aniversario tres veces o más al año. Era todo un lumpen: sucio, despeinado, con un mostacho ralo, irregular y largo, creativo y desinhibido. Cuando sus amigos o camaradas pensaban en fiesta, lo comentaban con él. El Mosta sacaba lápiz y papel y barría a los catedráticos de varias escuelas: el domingo es mi cumpleaños, decía, con que vas a cooperar. Los docentes, solidarios, bromistas o amedrentados siempre terminaban cooperando. Así se armaban las fiestas en cuartuchos de estudiantes que vivían en pensiones cerca a la universidad.

 

Esta vez es especial, pensó el Vendedor de Alas. Aunque El Mosta acababa de salir del hospital, habiendo remontado al pandémico virus, una vez más organizó su aniversario. Durante su convalecencia, en las redes sociales se había hablado de su enfermedad, más de un periódico local hizo reportajes sobre el vendedor de libros usados en la universidad. Las publicaciones electrónicas habían corrido el mundo en tiempo real. Se abrió una cuenta bancaria para las aportaciones solidarias. Desde Europa, varios profesionistas que habían sido estudiantes de intercambio o becarios en esta universidad, mandaron su aportación (¡en euros!) para apoyar al folclórico personaje que habían conocido en México y que varios le decían “la axila ilustrada”. La acción humanitaria rindió frutos, como el hospital donde se había atendido al enfermo era gratuito, de salud pública, todo era ganancia.

 

Aunque no se sabía la edad del fósil universitario, era claro que ya pertenecía a la población en riesgo. Y, sí, a pesar de las recomendaciones sanitarias se abarrotó la fiesta. Al inicio había un dejo de nostalgia, de sutil tristeza, de sana distancia, más que cumpleaños parecía velorio. En efecto, la fiesta parecía otra de las bromas épicas del Mosta: salón de fiestas, mesas numeradas, rigurosa etiqueta, mesa de regalos y muchas flores. En parte parecía una gran fiesta de despedida: una moderna ofrenda de día de muertos a un personaje que se pasaba de vivo. Pero no dejaba de ser una bacanal, los recursos solidarios alcanzaban para eso y más.

 

Ya instalado en la fiesta y después de generosos vasos llenos de torito de cacahuate con doble caña, al Vendedor de Alas no le importaba estar en la peor mesa, pagada a la puerta del mingitorio. En su mesa compartían los más asiduos vendedores de las ferias de libros, entre los doce comerciantes figuraban cuatro mujeres. Algunos hasta representaban algún sello editorial con matriz en Barcelona, Edimburgo o Buenos aires. Todos muy propios, pero relajados, con esa seguridad que da la madurez y trayectoria permanente en una profesión, sabían que su denominador común eran los libros. Pero el Mosta, a quien también apodaban el Matacursis, había dejado un sobre cerrado sobre la mesa que sólo debía ser abierto por el último comensal que quedara en esa parte de la fiesta.

 

La mazorca se fue desgranando poco a poco. A algunos les importaba un pepino el sobre, otros sabedores de lo que el Mesta sabía de toda la ciudad o inventaba de sus habitantes, se despedían un poco nerviosos por lo que pudiera contener el sobre. Otros, relajados y divertidos, se retiraban diciendo que dejaban su honra en manos de quien se quedara hasta el final. 

 

Adormilado, borracho, casi con los principios de la resaca, el Vendedor de Alas, con la hoja del sobre temblando entre sus dedos, reía a carcajadas. Se enteró que, los comensales de esa mesa, no sólo tenían en común el comercio de libros, además de que todos habían robado alguno en su juventud, todos más de una vez se habían hecho lo que el Matacursis llamó sopa de letras, es decir se habían limpiado el culo con las hojas de los volúmenes que no se vendían ni por kilo. 


De lo que nunca se enteraría el Mosta era que las páginas que le faltaban a su regalo justamente, habían tenido el mismo fin.

Video del Ejido San José

Evidencia a mitad del proceso...