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viernes, 1 de enero de 2021

El vendedor de letras

 El vendedor de letras
Para Eligio y los vendedores de libros

Artemio Ríos Rivera

 

El Vendedor de Alas tuvo que caminar más de un kilómetro para llegar al salón de fiestas, pagar un taxi no lo contemplaba en su presupuesto. Al campestre lugar se llegaba por un camino de terracería desde la última terminal de transporte urbano de la ciudad capital.

 

En realidad, nadie sabía a ciencia cierta el número de cumpleaños que celebraba el Mosta; se había pasado más de tres décadas en la unidad de humanidades como parte del inventario universitario. Nunca terminó el primer semestre de sociología. La necesidad lo había llevado a hurtar y vender libros en los pasillos de las facultades. Su activismo en los movimientos sociales y la venta de libros lo hicieron conocido y aceptado por la fluctuante comunidad estudiantil.

 

El Vendedor de Alas, como buen colega del Mosta, le llevaba, envuelto en papel periódico, un libro de regalo; un libro raro, una primera edición de un novelista desconocido del siglo XIX. Seguramente varios vendedores de libros nuevos y usados se darían cita en la fiesta.

 

El Mosta era irónico, un cínico, durante más de un lustro festejó su aniversario tres veces o más al año. Era todo un lumpen: sucio, despeinado, con un mostacho ralo, irregular y largo, creativo y desinhibido. Cuando sus amigos o camaradas pensaban en fiesta, lo comentaban con él. El Mosta sacaba lápiz y papel y barría a los catedráticos de varias escuelas: el domingo es mi cumpleaños, decía, con que vas a cooperar. Los docentes, solidarios, bromistas o amedrentados siempre terminaban cooperando. Así se armaban las fiestas en cuartuchos de estudiantes que vivían en pensiones cerca a la universidad.

 

Esta vez es especial, pensó el Vendedor de Alas. Aunque El Mosta acababa de salir del hospital, habiendo remontado al pandémico virus, una vez más organizó su aniversario. Durante su convalecencia, en las redes sociales se había hablado de su enfermedad, más de un periódico local hizo reportajes sobre el vendedor de libros usados en la universidad. Las publicaciones electrónicas habían corrido el mundo en tiempo real. Se abrió una cuenta bancaria para las aportaciones solidarias. Desde Europa, varios profesionistas que habían sido estudiantes de intercambio o becarios en esta universidad, mandaron su aportación (¡en euros!) para apoyar al folclórico personaje que habían conocido en México y que varios le decían “la axila ilustrada”. La acción humanitaria rindió frutos, como el hospital donde se había atendido al enfermo era gratuito, de salud pública, todo era ganancia.

 

Aunque no se sabía la edad del fósil universitario, era claro que ya pertenecía a la población en riesgo. Y, sí, a pesar de las recomendaciones sanitarias se abarrotó la fiesta. Al inicio había un dejo de nostalgia, de sutil tristeza, de sana distancia, más que cumpleaños parecía velorio. En efecto, la fiesta parecía otra de las bromas épicas del Mosta: salón de fiestas, mesas numeradas, rigurosa etiqueta, mesa de regalos y muchas flores. En parte parecía una gran fiesta de despedida: una moderna ofrenda de día de muertos a un personaje que se pasaba de vivo. Pero no dejaba de ser una bacanal, los recursos solidarios alcanzaban para eso y más.

 

Ya instalado en la fiesta y después de generosos vasos llenos de torito de cacahuate con doble caña, al Vendedor de Alas no le importaba estar en la peor mesa, pagada a la puerta del mingitorio. En su mesa compartían los más asiduos vendedores de las ferias de libros, entre los doce comerciantes figuraban cuatro mujeres. Algunos hasta representaban algún sello editorial con matriz en Barcelona, Edimburgo o Buenos aires. Todos muy propios, pero relajados, con esa seguridad que da la madurez y trayectoria permanente en una profesión, sabían que su denominador común eran los libros. Pero el Mosta, a quien también apodaban el Matacursis, había dejado un sobre cerrado sobre la mesa que sólo debía ser abierto por el último comensal que quedara en esa parte de la fiesta.

 

La mazorca se fue desgranando poco a poco. A algunos les importaba un pepino el sobre, otros sabedores de lo que el Mesta sabía de toda la ciudad o inventaba de sus habitantes, se despedían un poco nerviosos por lo que pudiera contener el sobre. Otros, relajados y divertidos, se retiraban diciendo que dejaban su honra en manos de quien se quedara hasta el final. 

 

Adormilado, borracho, casi con los principios de la resaca, el Vendedor de Alas, con la hoja del sobre temblando entre sus dedos, reía a carcajadas. Se enteró que, los comensales de esa mesa, no sólo tenían en común el comercio de libros, además de que todos habían robado alguno en su juventud, todos más de una vez se habían hecho lo que el Matacursis llamó sopa de letras, es decir se habían limpiado el culo con las hojas de los volúmenes que no se vendían ni por kilo. 


De lo que nunca se enteraría el Mosta era que las páginas que le faltaban a su regalo justamente, habían tenido el mismo fin.

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