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lunes, 18 de enero de 2021

Lulucita

 Lulucita

 Artemio Ríos Rivera



Esta vez, Lulucita se había negado a celebrar su cumpleaños. De su onomástico siempre decía que era una fiesta nacional en su honor. Un 2 de noviembre, el día de mayor celebración a los muertos, Lulucita había llegado al mundo.

 

Lulucita no cortaba pasteles sino panes de muerto adornados con las tradicionales veladoras. No hacían comida sino ofrenda, una especie de bufet adornado con flores de cempasuchil y papel picado con calaberas y catrinas.

 

Está vez cerraba su tercera década de vida. El año pasado, en una fiesta digamos normal, sus amigas la habían animado para que la próxima celebración fuera de antología, un órdago inolvidable. Sin embargo, la sana distancia, el quédate en casa y el reciente toque de queda en la ciudad, decidieron a Lulucita de suspender la celebración.

 

Hacía ya una semana que había mandado correos electrónicos, mensajes y posteos avisando de la cancelación. Las protestas de sus amigas y familiares eran unánimes. Argumentaban que, como ella vivía en una casa de campo no habría problemas con reunirse al aire libre y ponerse a tono libres de contagios. Sin aglomeraciones, con suficiente distancia entre los cuerpos. 

 

En la vispera recibió mensajes de un remitente desconocido con la leyenda “Cuidado con lo que haces”. Con qué de lo que hago, pensó. Mmmm… cuidado con…, no, eso no. Será con lo otro o con… ¿con qué debo tener cuidado?, pensó.

 

En los alrededores de su casa de campo, situada en una parte campesina, pobre, no hacia los fraccionamientos residenciales campestres, la gente iba a perder a los animales que ya no quería o no podía mantener. El camino estaba lleno de perros callejeros, algunos gatos y la fauna propia del campo. Así, Lulucita, sin ser animalista, ecologista o cualquiera de esas etiquetas a la moda que ella ignoraba olímpicamente, se había hecho de tres perros vagabundos: Pinta, Canela y Blaqui. 

 

Con los animales pasaba igual que con las personas, pensaba Lulucita, la gente quiere y prefiere a los machos. A las hembras las desprecian porque se embarazan y los llenan de animales, porque se ponen en celo y atraen manadas de machos, porque dan espectáculos deprimentes a los niños. 

 




Por eso eran, casi siempre, perras las que la gente perdía en el camino rural. Pinche gente, pudiendo esterilizar o practicarles abortos a las perras, prefieren perderlas, abandonarlas condenandolas al frío, el hambre y otras linduras. Lo bueno es que, a veces, estas hembras ganaban en libertad.

 

Al paso de los años Lulucita se había encariñado con sus canes y los presumía, sutilmente, en las redes sociales. No hablaba de ellos, ni de sus gracias, simplemente en las fotos que posteba invariablemte estaban merodenado los animales. Como una parte natural e impresindible del paisaje. Sus animales eran bravos, pelioneros, el instinto de superviviencia los había llevado en esa ruta.

 

El día del cumpleaños Lulucita se despertó en la madrugada por el ruido de las mañanitas fuera de su ventana, que lindo, serenata, pensó, ¿quién será?. Era obvio que la música provenía de un gangoso aparato electrico, no era música en vivo o algo así. Sin embargo, le siguió pareciendo un hermoso detalle. 

 

Aunque era cerrada la oscuridad de la madrugada abrío las cortinas, no distigió nada en el boscoso espacio que le servía de patio. Abrío la ventana y observó un foquito rojo que tintilaba, seguramente el reproductor de la música que se repetía. De pronto empezó a distinguir tres siluetas larededor del magnetofón, paradas, casí inmóviles. Las siluetas se movían un poco, se balanceaban al ritmo de viento. Parecían espantapájaros. Eran sus tres perros empalados.

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