Pepe
Artemio Ríos Rivera
Tenía la ropa sobre la cama. Había sacado su top amarillo estampado con margaritas rosas, no es que fuera gay, era una cábala, para que los días fueran tranquilos.
Ahí, sobre el colchón, el resto de la ropa, algodón y mezclilla decolorada, impecablemente limpia, pero sin planchar, no es que fuera descuidado o fodongo, como le decía Petrita. No había razones ecológicas, le parecía que así no llamaba la atención. Le gustaba observar, pasar desapercibido, era un hombre de acción sorda y contundente.
La chamarra cazadora, de gabardina, siempre era una talla más grande a su medida. Azul o caqui los colores más comunes y anodinos. A pesar de la holgura, la chamarra siempre se veía natural, como de albañil que había heredado de un muerto más grande que él, pero sin que fuera una prenda guanga o de mal gusto. La Pietro Beretta de 16 tiros siempre le apuntaba al centro de las nalgas, hacia el hilo dental. La pistola no se notaba con el tipo de vestidura que portaba, la caída de las prendas era natural. Nada se veía fuera de lo común.
Casi siempre usaba una gorra de beisbolista y tenis Converse de bota, de jugador de básquetbol. No es que fuera deportista o gustara de esos espectáculos. Unos tenis así ayudaban a correr y le fortalecían los tendones de los pies, evitando torceduras.
Sus compañeros de profesión usaban sombreros de fieltro, chamarras de cuero y botas vaqueras o tribales, de piel de cocodrilo o de pitón. Querían ser ostentosos y rayaban en lo estrafalario y ridículo. Por eso prefería actuar sólo o acompañado por un chamaco nuevo, ya fuera un halcón o el encargado de una tiendita.
Sus caprichos eran íntimos, como usar una tanga femenina debajo de los bóxers. Eso lo excitaba y le traía buena suerte, se decía. No socializaba ni contaba sus cosas a nadie, solo se decía.
Su celular era desechable, no requería más. Las razones de seguridad se amoldaban a su gusto por la sobriedad.
Por eso se cuidaba con mucho rigor, para no ser herido, levantado o asesinado por los otros grupos, la policía o el ejercito. Para que no conocieran sus prendas íntimas en algún enfrentamiento, él no era un marica. Tampoco sentía necesidad de ostentarse como macho. Simplemente hacía su trabajo.
Cuando dejó de asistir a la escuela, no fue por razones económicas o por problemas personales, solamente empezó a tomar decisiones, no le interesaba ir a la escuela. No le interesaba algo en particular, sólo deambular solo, en bajo perfil.
Mimético, se camuflaba con el paisaje, con las situaciones. Caminaba, entraba y salía de manera invisible en antros, barrios, laboratorios y estaciones policiacas.
Su cara ligeramente alargada, nariz de bola, estatura 1.60 y 70 kilos de peso, correoso, menudo, lo hacían casi invisible. Un hombre más del montón, así parecía y así le gustaba verse. Su piel morena-clara no le daba algún toque particular, si fuera negro o blanco pensaba…
Como un trabajador cualquiera: obrero de la zona industrial o empleado de centro comercial así murmuraba cuando se veía en el espejo del cielo de su cama. Tampoco gustaba de cadenas de oro gruesas, cristos o medallas; traía colgado en el cuello un escapulario siempre visible.
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