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domingo, 30 de mayo de 2010

Ella y Él

Ella y ÉL
Artemio Ríos Rivera


ELLA

Tenía trece años. Su madre vendió artículos de belleza de casa en casa durante mucho tiempo. La señora hacía demostraciones continuas de los productos y sus bondades en la salita del hogar, donde Ella jugaba. En medio de jóvenes señoras embadurnadas de cremas, la niña era mimada condescendientemente. Se acostumbró a jugar con cosméticos, peinar, bañar y perfumar muñecas; las pintaba a escondidas ya que echaba a perder los afeites de la mamá y, en el peor de los casos, algunos encargos de las amigas. Muy pronto fue una actividad cotidiana para Ella ponerse “nada más” brillito en los labios. 

Desde que tenía cinco años percibía, sin explicárselo cabalmente, que su mamá era una joven, más o menos guapa y bastante bien formada, que se abría paso en la vida con facilidad gracias a su sensualidad, su don de gentes y la apariencia frívola de su persona. Era una mujer bastante alegre e inteligente. La niña fue creciendo y aprendiendo, sin que nadie se lo dijera, que el aspecto físico, la apariencia y la belleza en la mujer, eran valores importantes, muy cotizados por todos, aunque muchos se empeñaran en negarlo. Por lo mismo odiaba cualquier erupción de grasa que asomara en la dermis de su rostro; el malestar visual que la aquejaba era disimulado con lentes de contacto. A veces, para aliviar la cortedad de su vista, tenía que utilizar gruesos anteojos de cristal que el armazón estilizado y el polarizado pretendían hacer pasar por gafas para el sol. Se miraba al espejo sintiéndose modelo, de todos modos se incomodaba con los espejuelos y lo proyectaba, era cuando sus amigas de la escuela se enteraban de su avanzada miopía y se alegraban secretamente, más por costumbre adolescente que por maldad. 

A su edad, si no era una belleza era “toda una señorita” muy atractiva, además de sus atributos naturales el arreglo personal hacía maravillas: pintura en el pelo, uñas postizas largas y bien pintadas, depilado y delineado de cejas, rimel en las pestañas, la falda escolar más corta que el promedio. Un botón de la blusa discreta y casualmente abierto insinuaba sus púberes senos, pequeños pero bien formados y firmes, guardados en coquetos corpiños de algodón. Cuando la ocasión lo ameritaba usaba medias, negras caladas o blancas lisas, que atraían la mirada de los transeúntes para admirarla y de las señoras para criticarla, para censurar su precocidad.

Ella era feliz al sentirse bella, así se veía en los ojos de los demás. Cada vez que le era posible, los pupilentes no sólo eran graduados sino de color para que sus hermosas pupilas cafés se vieran raramente azules, si el tono le favorecía o no, era lo de menos: la novedad y el cambio la hacían interesante y admirada por sus condiscípulas y los muchachos de la escuela. 

Era una hermosa adolescente, sin complejos, sólo se ruborizaba cuando la descubrían jugando con los juguetes de su hermana menor. Aunque su edad indicaba que se trataba de una niña, era vista disimuladamente, con deseo, por los hombres formales y maduros. Tenía, sin embargo un pequeño punto vulnerable: su poca resistencia a la frustración y a la burla. Cualquier crítica hiriente de sus compañeros de escuela, incluso la más mínima observación, que estuviera basada en algún elemento que Ella considerara un defecto de sí misma, la deprimía y hacía tomar decisiones tajantes e inadecuadas, sobre cualquier tema y ante cualquier situación.

ÉL

Iba a cumplir quince años, cursaba un grado superior que Ella en la escuela secundaria. En tres escuelas diferentes lo habían “invitado” a irse a estudiar a otro lado por sus problemas de conducta. Ahora coincidía con Ella en la misma institución. En su nueva escuela procuraría “no meterse en problemas”, eso era algo que generalmente no le salía bien. Era muchas veces tolerado por sus habilidades deportivas y, muy eventualmente, por sus buenas calificaciones. Su fuerza y agresividad en cualquier tipo de competencia impulsaban importantes triunfos para la institución donde estudiara, pero generalmente terminaban deshaciéndose de Él.

En la primaria siempre había sido un alumno distinguido en el cuadro de honor, nunca era el primero, pero siempre se mostraba entre los más aventajados. Paradójicamente, muy seguido era castigado por diferentes motivos: no portar el uniforme reglamentario, usar el pelo más largo de lo debido, dar un pelotazo accidental a alguna maestra, insubordinarse cuando lo ponían a cargar cajas o acarrear agua, golpear (sin querer, decía) a alguna niña que se metía con Él. Había recorrido cuatro primarias en su vida académica, ahora la historia parecía repetirse.

Era moreno claro, pelo crespo, ojos cafés con un dejo de melancolía que lo hacía interesante, como si guardara una tristeza profunda; delgado, alto para el promedio de los muchachos de su edad, bien proporcionado sin ser fuerte o musculoso. Sus cejas abundantes propiciaban los motes de sus compañeros a quienes respondía con mentadas, amenazas y conatos de violencia física, por eso casi nadie se metía con Él. Esas explosiones eran la causa de sus cambios de escuela. Nadie lo enfrentaba, aunque a sus espaldas, en venganza, sus compañeros hacían mil chistes y comentarios de sus pobladas cejas y su voz apagada. Por el momento su expresión oral era bastante gruesa debido a los cambios fisiológicos de la edad, un sonido ronco de volumen bajo salía forzadamente de su boca al hablar; poca voz decían sus amigos en voz baja. Como si forzara la garganta al hablar, como si tensara de más las cuerdas al emitir sonidos. Para Él, el cambio de voz le parecía interesante, sentía que una sensualidad irresistible emanaba de su boca. Creía que ese era su mayor atractivo. 

En realidad pocas veces reñía físicamente, hacía honor al dicho de “valiente para no pelear”. Jugar a la provocación sin llegar a los golpes parecía un valor entendido entre los adolescentes que se daban vuelo con las malas palabras; no obstante siempre estaba dispuesto a responder a puñetazos ante cualquier provocación; se hacía respetar no sólo por su participación deportiva, sino por fumar, sin ruborizarse, en las tardeadas que organizaba la escuela para recaudar fondos. 

Era un muchacho viril, atractivo y se podría decir que inteligente, sus calificaciones, aunque no eran las de la primaria, parecían bastante buenas a pesar de los puntos que le bajaban bimestralmente por su mala conducta. Sería un buen alumno de no ser por sus ciegos estallidos de violencia, comentaban sus profesores. Se justificaba: no agredía a nadie a menos que alguien se metiera con Él. Su padre no se explicaba esos arranques, en casa veía a un hijo diligente, comprensivo y tierno que toleraba con mucha holgura los juegos de su hermanito menor, al que disfrutaba cuidar y enseñarle cosas, ayudarlo en su tarea. “Es posible que consuma alguna sustancia prohibida”, contra argumentaban los profesores en busca de una explicación “racional” de su conducta.

ELLOS

Se hicieron novios, ambos, inconscientemente, se sentían prestigiados por la cercanía del otro y por cómo se veían como pareja, no había alguien más que los mereciera, eran la pareja ideal, pensaban Ellos. Se pasaban el recreo juntos y se tomaban de la mano. Los abrazos furtivos producían en ellos instantáneos y novedosos shocs eléctricos.

Pero las envidias nunca faltan e hicieron que el idilio se acabara. Había tantos niños que se sentían atraídos por Ella, como jovencitas cautivadas por Él. Parecía que todos se confabulaban en su contra, sobre todo los adultos: algunos de los maestros, que auguraban fracasos a cada paso de los adolescentes, no veían un sano noviazgo sino un potencial y peligroso amasiato que truncaría las carreras de ambos, sobre todo la de Ella. Los profesores se comportaban como buenos y previsores adultos, aunque no sabemos a ciencia cierta qué motivaciones los llevaban a censurar los modos de los jóvenes y su conformación en pareja.

El día que las paredes de la escuela y los baños aparecieron grafiteados Ella sintió deseos de vomitar, para calmarse decidió que no sería más la novia de alguien como Él. Hasta ese momento se hizo consciente del defecto imperdonable, a criterio de Ella, que Él acarreaba consigo. Además de sentirse indignada porque hicieran público su problema personal, la avergonzaba y no se sentía con fuerzas para presentarse ante Él.

El muchacho tampoco pudo soportar la ofensa que aparecía rayoneada en las paredes, rompió un cristal del salón de clases. Se abalanzó a patadas sobre el primer sospechoso de la terrible ofensiva. El golpeado era su mejor amigo, su camarada de juegos y travesuras. Después se arrepintió de lo hecho, del impulso violento, pero ya era tarde, con su acción perdía un amigo, una novia y una escuela más.

Él caminaba cabizbajo detrás de su padre con sus papeles escolares en la mano. A manera de despedida lanzó un último vistazo a uno de los inocentes grafitos que inundaban las paredes de la escuela y que habían desatado la crisis: un bien delineado corazón que al centro decía un, a su juicio, ofensivo letrero: “El Pocavoz y La Pocaluz son unos pinches mamones”.

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