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lunes, 1 de marzo de 2010

La Sanjuanera

La Sanjuanera


                                                Artemio Ríos Rivera



San Juan Iztayopan era un pueblo en la parte suroriental de la ciudad de México, por el camino de Tecomi. Corría el mes de junio y los ejidatarios preparaban la fiesta del pueblo. La asamblea había decidido contratar para el baile, por unanimidad, a un grupo musical que empezaba a sonar duro en las estaciones de radio que transmitían su programación desde la no muy lejana ciudad. La Sonora Santanera era la sensación popular del momento. Vendrían gentes desde Tlaltenco, Mixquic, Tlahuac y Tulyehualco. No faltarían los que se aventurarían por dos horas en camión desde la Merced y el barrio de Jamaica. Lugares de pachucos y buenos bailadores. Lugares donde xochimilcas y milpaltenses llegaban a vender flores y nopales.

A don Felipe le preocupaba la presencia de los fuereños, a los que conocía perfectamente, decía. De manera religiosa don Felipe, se aventuraba cada ocho días a la Merced, a comprar en “La Reyna de Ampudia” la papelería y artículos de mercería que revendía en su propia casa. Los fuereños son ladinos, decía don Felipe con preocupación a su mujer. –No quiero que las muchachas vayan al baile, ni siquiera con su hermano, y menos Julieta. Esas chamacas ya andan inquietas.

Don Felipe tenía bien ubicado a Fernando. El muchacho que venía de la cercana sierra de Santa Catarina. A pesar de su juventud, este último, ya se aventuraba trabajando hasta la lejana construcción de residencias en Santiago Tlatelolco, muchos edificios con incontables departamentos, dicen.

Fernando era machetero de un camión de volteo que llevaba arena desde las minas de Santa Catarina. Esta actividad al paso de los años acabaría con los cerros del lugar, convertiría en páramo esa área, que sólo se recuperaría rehaciendo la orografía con enormes montañas de basura recubiertas de una pequeña capa de tierra, como gigantescas y fértiles compostas con incontables respiraderos, para que no explote la tierra. Los viajes de arena llegaban hasta la formidable y moderna construcción en el norte de la gran Tenochtitlan.

Fernando, con sus 19 años, llegaba a San Juan con aire de hombre de mundo a inquietar a la segunda hija de don Felipe, La Sanjuanera decía el muchacho. A él no le bastaban sus correrías solitarias, últimamente nunca llegaba solo. Siempre estaba acompañado de un grupito de adolescentes que inquietaban a las jovencitas del lugar.

Julieta, aun menor de edad, había sido sorprendida por su padre coqueteando con descaro al muchacho de rizados y negros cabellos, que encabezaba la banda de mocitos que llegaban a la papelería de don Felipe a pedir refrescos de tamarindo y guayaba que acompañaban con grandes cantidades de galletas de animalito. Comida de albañil a media obra, pensaba con desprecio el padre de las muchachas, mientras escupía en el piso de tierra del patio trasero de la casa.

Todo era un descarado pretexto para tratar de ver a las tres hijas del dueño del pequeño negocio y chulear, de paso, a las muchachas que desfilaban rumbo a la máxima casa de estudios del lugar, la secundaria Praxedis Guerrero. Escuela ubicada a media cuadra de la casa de don Felipe.

Los muchachos cantaban, con voz al cuello, “Ahí viene el mudo” y “La boa”, bailando entre ellos, reían contoneándose obscenamente en la banqueta de la que eran dueños durante su estancia en Iztayopan. Estaban emocionados con el gran baile que se avecinaba. ¡Ah! el esperado día de San Juan.

La quema de los judas, hacía casi tres meses, había sido, a los ojos de don Felipe, un acto de provocación de los muchachos. De manera casi instintiva y desorganizada, Fernando y sus amigos habían llegado al atrio de la iglesia con un muñeco de cartón que trataba de emular a López Mateos. El juego y el ambiente festivo prendieron literalmente el ambiente. Lleno de cuetes y luces de bengala le metieron fuego al monigote, haciendo una anárquica danza primitiva alrededor de la hoguera. Todos los vecinos gritaban, saltaban y le atizaban a la lumbre al mismo tiempo que pateaban y daban de palos al presidente de papel. Parecían avispas, pica y huye, ni a quién hacer responsable. Fuenteovejuna, un juego con lumbre donde participaban todos a una. Hasta el papá de Julieta fue poseído por la inercia colectiva, reía alegre entre la muchedumbre. Las hijas aullaban confundidas entre la turba.

Unos días después, visiblemente desconcertado consigo mismo, don Felipe pensó: -Estamos perdiendo el respeto a la autoridad, a este paso bajo cualquier pretexto vamos a terminar quemando Judas humanos en el centro del pueblo.

Era una emoción incontenible, instintiva, primaria, no había pensamiento ni inhibiciones, un juego orgánico y orgiástico, infantil y primitivo. Las personas sólo se dejaban llevar de manera inconciente en un placer embriagador y perverso.

Fue como la premonición de un linchamiento, cosa frecuente en la historia del país. Don Felipe recordó con estremecimiento su pasado de maestro rural. Algunos años antes, los maestros rurales que alfabetizaban en regiones controladas por curas fanáticos, sufrieron todo tipo de abusos, incluida la muerte a manos de turbas enardecidas azuzadas por algunos servidores de la iglesia, quienes guardaban en el subconsciente pasajes de la guerra cristera. Por otro lado, no hacía mucho, en Milpa Alta, furiosos comuneros habían quemado al cacique que disponía de vidas y bienes de la comunidad, ojo por ojo, bendita Ley del Talión. Don Felipe se conmovió en un inconfesable presentimiento, un calosfrío recorrió su cuerpo.

Doña Lola pensó, nada más sencillo que dejar a sus hijas asistir al baile, convencería a su marido. Presionado, el padre de familia decidió acceder a la petición de su mujer. Ahora había que evitar que Fernando y sus amigos acudieran a la verbena popular. De menos evitar que se acerquen a sus herederas durante el baile. La Sanjuanera era capaz de cualquier cosa por ese muchacho, estaba enamorada, intuyó el papá. ¿Qué hacer? La solución apareció ante sus ojos. El hijo de don Ángel se desempeñaba como judicial y andaba de comisión en la zona. Nada más sencillo que inventar un cargo por un día a los muchachos, sacarlos de circulación o amedrentarlos con lujo de violencia, el mero día del baile. Al fin y al cabo para eso eran los judas.

Don Felipe habló con los judiciales para que les dieran un escarmiento a los muchachos. Un destello de lascivia prendió la mirada de Miguel, el hijo de don Ángel, al pensar en las sanjuaneras. Estaban puestas en charola de plata. Las piernas de Julieta eran suculentas, buen pretexto para acercarse a ella, a lo mejor sacaría ganancia por partida triple, pensó con su pragmatismo rupestre, con su cultura de impunidad policíaca.

Los judiciales decidieron aprovechar el trabajo de “inteligencia” que tenían encomendado, trataban de encontrar supuestos vínculos de la comunidad con grupos armados influenciados por los seguidores del asesinado Rubén Jaramillo. Esto había sembrado malestar entre algunos lugareños hostilizados por los policías. Bajo una aparente calma había una situación al límite. Cualquier cosa podía pasar, situación al filo del agua. La fiesta, el baile y la risa se movían sobre un justificado malestar entre la población.

Vamos a bailar con las sanjuaneras, dijo Fernando, -ya quedé con ellas. Perfume barato, crema de almendras y vaselina en el pelo ataviaban a los ágiles muchachos que brincaban al son de la música. La cumbia era buena incitadora al baile urbano-rural.

Julieta prende y apaga, en la penumbra, un encendedor de gasolina que le hizo llegar Fernando para que las pueda localizar en la oscuridad del baile, a ella y sus hermanas. Su juego con el fuego es nervioso, hipnótico.

Los tres judiciales han seguido a las señoritas desde que salieron de su casa. Miradas libidinosas, comentarios obscenos y “accidentales” tocamientos habían soportado las muchachas, en medio de la muchedumbre, por parte de los tres hombres ostentosamente armados, sobre todo por parte de Miguel que entre los empujones hizo sentir, “sin querer”, su virilidad entre la espalda y los glúteos de La Sanjuanera quien se estremeció con un sentimiento de repugnancia y miedo. A Julieta le urge que su novio observe la señal acordada.

A un costado de la gran nave, junto a una manta caída y una lona baja que cubría un cielo estrellado, La Sanjuanera prendía y apagaba el encendedor tratando con ello espantar a los tres agresores que estaban dispuestos a provocar y asustar a Fernando y sus amigos para que no se acercaran a las chavalas. Algunos parroquianos se hacían a un lado mirando de reojo y con rencor la acción de los judiciales.

Miguel, comandante del trío tomaba caña de una pachita que sacaba de la bolsa trasera de su pantalón, sus dos compinches hacían lo mismo en clara obediencia y seguimiento a las acciones del líder.

Fernando y sus amigos, habían seguido las acciones de las sanjuaneras y los judiciales desde que las primeras salieron de su casa. Miraban con odio y crispación los sucesos. Nadie decía nada, pero empezaban a tomarse acuerdos tácitos, en el estruendoso silencio de la fiesta popular. Parecían sombras que se deslizaban despacio, sin ruido, danzando y cercando el foco de su atención. Sombras de teatro chinescas al acecho de un poderoso enemigo, pero incapaz de responder con atingencia ante el ataque de un monstruo de mil cabezas.

Desconcertado por la situación Don Felipe seguía a los seguidores, ¿qué era peor para sus hijas y su honor de padre, el acecho de los vagos o de los judiciales? En buen lío se había tornado el celo de la honra familiar. La sombra de la sombra sentía la culpa mezclada con impotencia y ternura por sus hijas y los pretendientes.

El Judas, Miguel, trata de aprovecharse, sabe que las muchachas no tienen hombres que las defiendan o que se atrevan a reclamarlas. Trata de abusar de Julieta, mete una mano bajo su falda mientras con la otra sostiene su brebaje, ésta lo empuja. El hombre casi cae por la sorpresa del gesto femenil y la semioscuridad del lugar, en su intento de salvar su bebida se hacha encima el contenido de su botella. Sus compañeros le han dado la espalda para cubrir a su comando y dejarle una respetuosa intimidad. Accidentalmente, ante la insistencia de la Sanjuanera de convocar a su hombre por medio de la señal luminosa, inicia el incendio en la chamarra de Miguel. Flashazo inesperado, fogonazo que incita a los presentes a romper la contenida calma.

Fernando y Don Felipe cruzaron neutras miradas, paradójicamente llenas de un cómplice contenido, sólo ambos sabían que uno había iniciado el tumulto en un acto desmedido de violencia defensiva, y el otro ejecutor del golpe de gracia para que los muertos no hablaran y descubrieran ante su familia sus intenciones por alejar, con malas artes, a los novios de sus hijas. Ambos hombres se miraban, forzados cómplices en medio de la turba enardecida que pateaba los tres cadáveres semicarbonizados. Los dos se miraban con varilla y palo en mano. Así, de pronto, en un chispazo de miradas ardientes, ambos supieron que la encarnizada batalla que se había librado tenía un objeto de deseo. El linchamiento fue incontenible. En ese momento, ambos, supieron que el destino de Julieta estaba pactado. Compartían la custodia de la honra de una mujer y la complicidad de un suceso del que nadie se atrevería a reconstruir.

1 comentario:

  1. Interesante texto! Al estilo Gabriel Garcìa Marquez, te atrapa. Sin embargo sugiero, solicito humildemente, en su lectura, una visiòn tanto del que lee como del que escribe, profunda en cuanto a la realidad. Necesita nuestro interesante escritor innovar haciendo sarcasmo directo de la "alienaciòn social". Pàrrafo octavo antes del final - sin querer - NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO

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