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martes, 9 de marzo de 2010

LA VISTA FIJA

La vista fija



Sentía el aire punzándole en la cara, como si viajara en motocicleta, desnuda, a toda velocidad. Ahora flotaba bajo el puente: ¿Cómo alcanzar la otra orilla si la barca se encontraba a la deriva?, ¡no había puente! Los extremos de salida o llegada no existían.

La embarcación inexistente parecía ocupada, el puente tapizado. Reconocía en toda esa carroña sus propias vísceras, sus intestinos hediondos y malolientes. Sentía deslizarse violentamente en un remolino, como cuando al jalar la palanca del excusado miraba su propia mierda haciendo malabares alrededor del torbellino que la llamaba a esconderse; así se amotinaban, se desplegaban sus ideas.

Se había automutilado todo el tiempo, le habían arrancado las uñas aquí, allá; sus pelos y cabellos fueron retirados vergonzosamente por escobas, recogedores o ácidos destapacaños. Su líquido menstrual, los humores y sudores, estaban mezclados en disoluciones o incineraciones improvisadas y urgentes. Ahí estaba toda su inmundicia, toda su despaciosa y pausada fragmentación, esa negación de los productos más íntimos de sí, los frutos de sus entrañas. Cerros de pañuelos desechables moquientos, duros, tostados de tantas flemas secas y coágulos sanguíneos, solidificados; cerros de papel con el que se había limpiado el culo y las secreciones vaginales cada día, después de deshacer el amor. Se estaba contemplando, la vista fija, tumbada horizontalmente se veía caer como cuando su hombre parado en el mingitorio, ebrio, hipnóticamente miraba el chorro amarillo y sarroso del ácido úrico al mezclarse con el agua.

El divertimiento eterno se negaba a terminar, el perpetuo retorno de convertir en desechos todo lo que llegaba a sus manos, a su boca, a los espacios de acceso corporal. Sus oídos podían captar coros celestiales, pero su cerebro los reciclaba para dejarlos salir como mentadas y vituperios de su boca, miradas de odio gratuito, agudos chillidos que pulverizaban el cristalino tímpano de algún insulso oído.

El juego sólo podía terminar con la negación total del jugador, pero aún la muerte era contaminar el paisaje, regresar materias putrefactas a quienes únicamente se preocupaban de darle flores, poner claveles en la boca del fusil de cada cerdo. Mutilarse, poco a poco, cabello a cabello, uña por uña, ojo por ojo, diente por diente y detalle por detalle; una oreja aquí, allá la otra, poco a poco los dedos de los pies, descarnarse las piernas y los glúteos, exclusivamente cuidaba sus instrumentos destructivos: las manos; zapas exactas, devastadoras, que le permitían continuar con la tarea emprendida involuntariamente, sin freno, sin quitarse la vida, ahora era la mismo, no sabía por qué se decidió a volar sabiendo que no era más que una continuación de su eterna existencia. Conservarse con vida para verse grotesca, como era, en cada amputación, en cada flagelación, cada dolor, migraña, en cada sentimiento no sentido.

Bipartición sin heroísmos, sin causas nobles, sin necesidad de pretextar el darse o compartirse, sin que fuese una cuestión de principios o simplemente accidental, no.

La otra orilla, la esperanza, la salvación de quién sabría qué, el ser nuevo, distinto, estaba, tal vez, en la otra orilla, pero que caso tenía empezar de nuevo si lo único que quería era terminar. Ella no venía de algún lado, se dirigía a cualquier parte.

Día a día había escupido palabras inextinguibles, dardos hirientes y agresivos que se guardaban en la memoria de los tiempos, sin contrición, sin dios, sin posibilidad de perdón u olvido; el fénix siempre renacía en una cloaca. Palabras, vómito bilioso, verde, pegajoso, grasiento, grueso y pastoso era arrojado a la cara de los imaginarios otros.

Lo paradójico consistía en ser el artífice de su propia destrucción, las dos caras de la misma moneda: arma homicida y cuerpo cercenado; tolerarlo todo, obligarse a aguantarlo todo, no estaba en sus manos el negarse de un tajo, lo había intentado y no podía.

Estaba obligada a cortar poco a poco cada posibilidad de amor, cada sentimiento redimido, cada recuerdo de gratitud inexistente, cada minuto de gloria o alegría, cada invento de vida o de nostalgia.

La barcaza estaba construida por la esperanza, sólo su voluntad podía servir de remo, hacerla navegar hacia un nuevo horizonte que fatalmente implicaría renovar el mismo ciclo, la diferencia sería la expectativa de que las cosas fuesen diferentes. La única certeza implicaba degustar manjares y regresar insoportables materias de desecho.

Los golpes, los azotes, no significaban el placer sádico o la sumisión masoquista; cada flagelación, cada trancazo, era una tarea cotidiana, inmutable, absurda, aburrida, indiferente a veces, eterna. Como un voluntario Prometeo que se amarra a la roca por inercia, sin importar la rebeldía o el castigo, sin la coartada de dar fuego o los frutos prohibidos a los hombres.

Estaba condenada a escudriñar en sus propias entrañas, abrirse el vientre preñado de purulencia; exponer las vísceras, cerosas, sebosas, pestilentes, asqueantes hasta hipar nauseas, llenas de flemas como escupitajos de tuberculoso, horribles en su expansión-contracción de vida, en su desgarrado latido de urgente auxilio.

Se descubría a sí misma a manera de res abierta en canal, pero viva; las entrañas mugrosas, llenas de tierra y coágulos negruzcos. Se contemplaba a sí misma en el inmenso espejo de su bebedero, del río lodoso y mosquiento en el que descansaba a horcajadas, al frente de la barca. Se veía con los ojos inmensos, vidriosos, asombrosamente abiertos, fijos en ningún lado, irremediablemente vivos.

No era la muerte, era una vida más, una de tantas, una de todas; qué importaba morir si la vida seguía viviendo y, con ella, el motor inmóvil que se negaba a terminar, el dios eterno.

Se miraba embarrada de su propio vómito, pus, mierda, orín, sudor, involuntarias lágrimas; líquidos seminales le habían sido arrojados al paso, como émbolos oprimidos con violencia, cual testículos aplastados brutalmente por una enorme pinza martillada de golpe por un deseo odiante. El semen escurría por su nariz confundiéndose con las mucosidades que bajaban y subían de sus fosas, al desacompasado ritmo de su respiración entrecortada.

Repentinamente atropellados e incontrolados espasmos la sacudían, contracciones en la garganta; abría el hocico en calidad de cerdo apuñalado, como cogote ahogado en borbotones de sangre confundida con la espuma salivesca; ojos inyectados, poblados de derrames. Todo continuo, sin descanso. Una y otra vez la autodestrucción pacientemente aceptada, sin preguntas, sin asumirse en culpas o remotos pecados de origen o por muy originales que estos fueran.

¿Cómo podemos ser todo eso?, pensaba. ¿Cómo puede venirse todo esto de golpe en tan solo un instante?

Inyectado en sus oídos cabía todo el dolor hipodérmicamente inoculado, a modo de golpe seco de vehículo en alta velocidad proyectado contra su cuerpo, su humanidad era el veloz vehículo. Tenía la sensación de ser una niña impedida a cruzar la calle por la rueda de una aplanadora, se encontraba abajo, prensada, literalmente embarrada, exprimida contra el pavimento, obscenamente expuesta a las morbosas miradas de los demás, por lo demás ausentes en su omnipresencia.

Todo el dolor de facto, vértigo en el vacío, todavía sentía como iba cayendo del último piso de la torre más alta de la ciudad. Su llegada al piso y ¡crack!, estrellarse. Estallaron sus vísceras, las extremidades desgajadas del tronco, violada la caja craneal, deshecha, astillada y... encima de todo, estar viva mirándose a sí misma en un torbellino de recurrentes imágenes.

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