SÍNDROME DE LA RECAÍDA
Rodrigo había dejado de fumar desde hacía cinco años, no por prohibición expresa de alguien. No había prescripción médica, ni sustitutos del tabaco, simplemente, de manera inexplicable, abandonó el cigarro como quien pierde un lapicero corriente, sin sobresaltos, casi sin darse cuenta.
Tuvo la necesidad de salir a estudiar un postgrado a la capital del país y la situación económica le impidió gastar dinero en cigarrillos; apenas le alcanzaba para los camiones, las magras comidas de las cocinas económicas y hacer depósitos simbólicos en la cuenta bancaria de su esposa. Más que sentirse moralmente obligado para apoyar a su compañera (seguía gustándole usar el lenguaje militante: mejor era una compañera que una esposa), le parecía que, compartir unos centavos de la beca con ella, calmaría un poco sus ímpetus reclamatorios por la ausencia.
Finalmente había dejado de fumar, le parecía una consecuencia natural y lógica, un comportamiento pragmático que implicaba suprimir algunos gastos superfluos y permanentes; ni siquiera pensó en los problemas que enfrentaría al cortar de tajo su “dependencia” de los últimos diez años, de lo difícil que, decía medio mundo, significaba dejar una adicción.
En ese momento de estrechez y lejanía del nido conyugal, sin ansiedades o vacíos, dejó de hacer algo que lo distinguió la última década. Todos esos años el índice y el pulgar derechos permanecieron amarillos por el estilo de coger el cigarrillo sin filtro. Siempre el olor característico del fumador en la ropa, el pelo y el cuerpo; dejando estelas de humo y olor en los espacios que habitaba. Fumaba en cualquier parte. En los lugares prohibidos asumía una actitud provocadora. Siempre había manifestado el más profundo desprecio por cualquier legislación al respecto, leyes que no debatía simplemente las ignoraba y repudiaba olímpicamente.
Al regresar a su casa, un par de años después, al concluir sus estudios, siguió sin llevar nicotina y alquitrán a sus pulmones, así sin explicaciones o cuestionamientos. Martha, su mujer, estaba sorprendida. Él había empezado a fumar al principio de su vida en pareja, lo había hecho religiosamente todo el tiempo. En este nuevo periodo ella lo desconocía, detestaba el cigarro y, paradójicamente, lo extrañaba en él, era el mismo personaje, pero en algo había cambiado sensiblemente y, al parecer… para siempre.
Ahora en las discusiones maritales, Rodrigo no abría la boca, se adivinaba simplemente un odio contenido y reposado en su mirada, nada más. No fumaba en el pleito conyugal, pero se mantenía en la apariencia de no oír a su mujer, no había humo o palabra que saliera de su garganta. Una mirada fija, ancestral, era toda la respuesta ante las provocaciones de Martha; una nueva y tirante situación de silencio y olvido, pensaba ella.
Cuando Rodrigo se cuestionaba en cómo había disfrutado de los cigarros y por qué había dejado de consumirlos, no encontraba explicación. Sin embargo, poco a poco fue aclarándosele el panorama: sin externarlo, el cigarro le había sabido todo el tiempo a rebeldía, a resistencia, a un sentimiento de no sometimiento ante quién sabe qué cosas. Era claro que, en su época de toxicómano, cuando peleaba con su hembra, encendía un cigarrillo tras otro, lo que añadía un elemento más a la disputa y avivaba la fiereza de su mujer en la discusión, desviando, a veces, la atención del problema central al sobrevenirle un ataque de tos, clásico en el fumador empedernido.
Quince años antes había empezado a fumar de manera inconsciente, no había sabido cómo se fue apoderando de él ese hábito; ahora, después de dejarlo, en los momentos de crisis acudía al cigarro, pero después de tres fumadas se asqueaba y tenía que tirar el pitillo; la tensión entre un sentimiento contestatario y el mal sabor de boca se definía invariablemente en el aplastamiento del cigarrillo, entero y recién encendido, contra el cenicero. Sabía que nunca más acudiría a ese, en su opinión, pequeño e inofensivo vicio, ya no le daba ninguna satisfacción emocional o física.
Antes con un cigarrillo apretado entre el dedo gordo y el anular de su mano derecha, Rodrigo soltaba, sin empujarlo, el humo por la boca y lo atrapaba inhalando lentamente por la nariz. Una sensación de paz se apoderaba de él, un placer similar al del postre después de una abundante comida, como la pausa necesaria en la charla animada entre amigos, como una tarea escénica que permite al actor asirse de algo en el vacío profundo del escenario, en la soledad del ser humano sin parlamento, fuera del personaje o del personaje extraviado de su propio argumento en busca de su actor.
Pasó el tiempo, Rodrigo sentía que la paz había llegado después de las tempestades. El ocio retozón lo había hecho prender el primer cigarrillo de los nuevos tiempos: su época de soltero maduro, o divorciado pues. Al borde de esta reflexión, parecía quedarle todo claro: ahora, después de su naufragio matrimonial, después de casi tres lustros de encuentros y desavenencias. Postrero al reparto de los bienes terrenales de la pareja, lo único que le había tocado en prenda, era esa pequeña mesa de cedro, el regalo de bodas de su suegra. Tanto tiempo estuvo cubierta por diversos manteles que hasta hoy regresaba a su memoria el mensaje que estaba inscrito en ella desde que llegó a la casa. Desnuda la mesa, como en el primer día en que la vio, mostraba su vocación de sutil y maternal autoritarismo con una frase inscrita en su centro que había sido dictada por Martha, en aquel tiempo su futura esposa, al ebanista.
Sin decir nada, Rodrigo, pensó en las costumbres de sus camaradas y amigos que siempre tenían el salón, del comité de lucha de la Unidad de Humanidades, envuelto en una espesa niebla que salía de sus bocas a la par de sus discursos políticos. El letrero colocado desde el primer día de vida conyugal, por su entonces tierna, amada y recién desempacada esposa, le había parecido un exceso innecesario, no dijo nada, solamente llevó un hermoso mantel del Istmo, bordado a mano y con deshilados, para colocarlo sobre la plancha de la mesa. Desde entonces hasta hoy, no había vuelto a ver el letrero que se quedara grabado en su inconsciente como una sentencia autoritaria a la que había que resistir. Al mes de casado ya fumaba con apetecible deleite esos cigarros sin filtro propios de los intelectuales sin dinero y de los rudos militantes de los comités políticos universitarios. Los 50 cigarrillos consumidos diariamente eran su respuesta al letrero tapado todos esos años y que él, hasta hoy, no había recordado: “Favor de no fumar en esta mesa”. Esa prohibición había mantenido una secreta y soterrada tensión en la pareja, sin romperla.
Ahora Rodrigo lo sabía, al dejar de fumar había perdido todo sentido su relación con Martha. Roto el vínculo, el cigarrillo recobraba su sentido, su propio sabor sin aderezos extras ni excesos.
Primero la palabra,
ResponderEliminarEn el día del libro, gracias por tu labor en favor de los libros, sobre todo en favor de los que los leen, por los jóvenes a quienes has acercado a la lectura apasionada, configuradora de sentidos.
Y claro, por tus libros, por alimentar al mundo con bellas palabras.
Por tu militancia con perpetuo síndrome de la recaída...
Sandra, 24 de abril 2010