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lunes, 15 de febrero de 2010

Ciudad de México: espacialidad ontológica

Ciudad de México: espacialidad ontológica
Artemio Ríos Rivera



Los orígenes

El renombre y la historia del principio de México-Tenochtitlan, la que está dentro del agua, en el tular, y se le llama el carrizal del ventarrón, la que se constituyera en cabecera de todos los poblados, según lo dijeron en su relato y nos lo dibujaron en sus pergaminos, nuestros antepasados, nunca se perderá ni se olvidará lo que ellos hicieron, siempre lo guardaremos nosotros los que somos hijos, nietos, descendientes, sangre y color suyos: lo dirán y lo nombrarán quienes vivan y nazcan, los hijos de los mexicanos, los hijos de los tenochcas.
Fernando Alvarado Tezozómoc


Decir que la ciudad de México es hoy una espacialidad ontológica, en términos de definición regional, pareciera ser una afirmación simplista; en este trabajo intentaremos un acercamiento a algunos elementos de la historia de la ciudad de México que nos permitan comprender el porqué de tal afirmación, este rastreo ira desde los primeros asentamientos humanos en el lugar hasta finales del siglo XIX. En el trabajo estamos tomando a la ciudad como centro de una región (que incluso puede ser nacional) antológicamente concebida (1).
Uno de los centros urbanos más antiguos del país es la ciudad de México ya que “presenta una solución de continuidad de ocupación humana que, desde sus orígenes hasta nuestros días, es de las más prolongadas en toda la tierra.” (Everaert: 19) Podemos pensar que desde sus primeros asentamientos, más concretamente, desde el predominio mexica, hasta nuestros días, la ciudad de México-Tenochtitlan es una espacialidad antológicamente concebida . A pesar de que en el devenir de los tiempos algunos espacios de la misma ciudad, que la han ido configurando con una incorporación paulatina de decisiones que han tenido un origen instrumental (como parte de proyectos de desarrollo, procesos administrativos, ordenamientos territoriales, reordenamientos urbanos, etcétera), no por eso deja de ser una conformación regional de yuxtaposición ontológica. La destrucción de pirámides para la construcción de templos católicos durante la colonia y la desecación de lagos durante el porfiriato, entre otros casos, son ejemplos de concepciones instrumentales que han influido en la conformación de la espacialidad de la ciudad capital de nuestro país, pero que responden (de manera positiva o negativa) a ciertas tradiciones culturales desarrolladas en ese espacio geográfico y en el imaginario social.
La historia de la ciudad tiene que ver con su situación geográfica como sujeto de la historia, desde su sustentación física, orográfica, que combinada con elementos simbólicos inciden en los iniciales asentamientos humanos; pero también son las condiciones objetivas, materiales, de la naturaleza, las que permitieron la sedentarización de grupos humanos precisamente ahí, y no el nomadismo que se dio comúnmente en la región denominada aridoamérica, por ejemplo.
En términos geológicos “la historia de la época formativa de la cuenca de México, iniciada hace no menos de treinta seis millones de años, habla de una sucesión ininterrumpida de cataclismos generados por una imparable e intensa actividad tectónica y de volcanismo.” (Everaert: 41) Parte de esa actividad conformará los suelos sureños en los llamados pedregales de San Ángel, de Carrasco y la zona de Ciudad Universitaria. A pesar de la actividad volcánica, y debido a su estabilización, se han dado condiciones para el establecimiento de la vida humana en su área física; es importante hacer notar que aunque popularmente se le dado el nombre de valle a la región geográfica de la ciudad, por su conformación pluvial durante mucho tiempo fue una cuenca donde confluían ríos que desembocaban en los lagos de Texcoco, Chalco, Xochimilco y Tlahuac, entre otros.
Como una constante en la conformación de núcleos poblacionales que dieron origen a las llamadas altas culturas de la antigüedad, los asentamientos humanos más importantes de Mesoamérica se establecieron en lugares de abundante agua y tierras propicias para la agricultura. Fue a las orillas del lago de Texcoco donde “se asentaron los primeros pobladores del ‘valle’ de México.” (Everaert: 42) La importancia de la cuantioso cantidad de agua de la cuenca implico varios periodos de asentamientos humanos, siendo de “los últimos en llegar, [los] que se decían mexicas o aztecas y guiados por una deidad propia, Huitzilopochtli, pretendían que ésta les ordenaba asentarse en el sitio en el que contemplaran a una águila posada sobre un nopal, que devoraba una serpiente” (Everaert; 42)
La migración mexica, por el mismo carácter ontológico que fue cobrando Tenochtitlan, va a tener importancia en la medida en que: “Los tenochcas, que así se autodesignaron desde entonces, construyeron su capital en dos islotes vecinos que llamaron Tenochtitlan y Tlaltelolco” (Everaert: 42-43) Desde entonces México-Tenochtitlan es un referente de unidad cultural en la diversidad de los mexicanos. Los aztecas con su ideología de dominación, ejercieron relaciones de predominio desde un Estado arcaico basado en el linaje, la jerarquía y una cosmogonía fundamentada en el sacrificio, el tributo, la violencia y la angustia existencial.
Al ser una zona lacustre las inundaciones fueron, y son todavía, problemas que constantemente se repiten, “la naturaleza operó su ciclo varias veces, varias veces crecieron las aguas durante doscientos años que sobrevivió Tenochtitlan. Y varias veces se inundó más o menos catastróficamente, pero los mexicas, dueños finalmente de un vasto imperio de un millón de kilómetros cuadrados, rehusaron tozudamente trasladar su capital a sitios próximos y un poco más altos a pesar de que era evidente que su numen les había ordenado establecerse en el peor y más vulnerable espacio de su inmenso territorio.” Desde entonces la ciudad de México-Tenochtitlan ha sido un lugar central, que entre otras cosas desarrolló mercados que dieron importancia regional a la capital mexica.
Más adelante los “conquistadores españoles cayeron en la misma trampa y repitieron idéntico error al no refundar la ciudad de México en las orillas del lago en seguida de cualquiera de las terribles inundaciones que la aniquilaron.” (Everaert: 43) Sin embargo el espacio, además de geográfico, tenía una alta connotación simbólica que hacía que la refundación de la ciudad, en el mismo lugar, no fuera un error, un aparente caer en la trampa de las inclemencias del tiempo, sino una necesidad histórica, de fuerza política y religiosa, los vencedores gobernaban sobre las cenizas del antiguo imperio.

La colonia
La plaza más considerable de la ciudad es la del Mercado, que sin tener la extensión que tenía en tiempos de Moctezuma, no deja de ser grande y muy hermosa. Uno de los lados corre en forma de pórtico o de arcadas, bajo las cuales se puede andar en tiempo de lluvia, sin mojarse. Ocúpanlo las tiendas de los mercaderes de sedas, que presentan los surtidos más variados y delante de sus tiendas hay puestos de mujeres con toda especie de frutas o de yerbas.
Thomas Gage

El modelo de conquista implementado por los españoles en la cuenca de México, es el de imponerse sobre una región de alta densidad de población alrededor de un centro ceremonial, sobre una sociedad que económicamente se organizaba en términos de lo que Marx llamó el modo de producción asiático o despótico tributario. No se trataba de crear misiones o fuertes en zonas semidesérticas o de una alianza reconociendo los derechos aristocráticos de la casta local, sino de destruir una teocracia guerrera y asentarse sobre su territorio, encima de él, para desde ahí, como lugar central, irradiar el proceso de expansión de las tierras conquistadas y de los grupos de reconocimiento de nuevos espacios para la propagación de la empresa colonial.
Como región la ciudad de México más que una hipótesis a construir ha sido una realidad observable, palpable. Su principio de existencia ha estado basado en su cohesión espacial durante mucho tiempo. Intuitivamente así lo reconocieron los conquistadores, había que destruir y refundar la ciudad capital del imperio más importante antes de su llegada; sin embargo la nueva ciudad no podía ser la misma para los nuevos actores sociales, por eso “desde principios del siglo XVI los misioneros y la corona española pusieron en práctica una política racial segregacionista al crear dos repúblicas autónomas e independientes entre sí” (Rubial: 69). Esa política, segregacionista, se manifestó en la ciudad de México imponiendo dos espacios contiguos: la república de indios y la de los españoles. Como parte de esta política “En la ciudad de México-Tenochtitlan los españoles recibieron los solares del centro mientras que a los indios se les confinó en los cinco barrios periféricos.” (Rubial: 69) Sin embargo “en el siglo XVIII, una nueva distribución en cuarteles y la desaparición de las «parroquias de indios» terminaron con una distinción legal que hacía mucho tiempo había dejado de ser real.” (Rubial: 69) Las distinciones legales dejaron de ser reales porque la dinámica del crecimiento urbano implicó nuevas distinciones de facto, que no necesitaban ser legisladas, pero que en los hechos existían.
La funcionalidad del espacio geográfico y el sincretismo cultural fueron dos elementos de cohesión regional, que implicaba sobre todo la fuerza avasalladora de los nuevos conquistadores y el simbolismo de un lugar que contenía el pasado de los pueblos sojuzgados, pero la cohesión dejaba ver grandes grietas y fracturas que en determinadas coyunturas propiciarían la revuelta y el enfrentamiento, justamente como una lucha por el sitio y la pertenencia del mismo, la espacialidad como una forma de identidad. Así fue creciendo y poblándose cada vez más la ciudad: “En 1570 la ciudad de México tenía alrededor de ochenta mil habitantes.” (Rubial: 72) para principios del siglo XIX ascendían a ciento treinta y siete mil de los cuales el 70% eran mestizos, en 1570 solo había un 12.5% de éste grupo racial. “La ciudad de México era el crisol del mestizaje, modelo de lo que había pasado en todo el territorio a lo largo de trescientos años.” (Rubial: 72)
Otro grupo importante en la conformación étnica del país y de la ciudad de México fueron los criollos quienes en su mayoría eran terratenientes, pero estuvieron marginados del poder político, “aunque pudieron ejercerlo por medio del Cabildo y de las alianzas y relaciones con la burocracia virreinal. Sobre todo a través del Ayuntamiento de la ciudad de México, este grupo encontró no sólo una forma de representación y un ámbito de poder, sino también un medio de controlar el abasto urbano” (Rubial: 73). El abasto fue la segunda actividad económica en importancia para la Nueva España y para la ciudad de México; como no se trataba de una actividad “aristocrática”, los viejos conquistadores y las primeras familias menospreciaron la ocupación, por eso algunos inmigrantes modestos fueron enriqueciéndose de las necesidades de abasto de la ciudad de México y de ciudades de provincia, como los reales de minas; más adelante, la creación del Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México, en 1592, significó un desplazamiento de peninsulares (mercaderes andaluces, sobre todo) buscando vías legales para el manejo de los artículos de importación y exportación, además del contrabando, lo que aumentó considerablemente las fortunas de los comerciantes criollos de la Nueva España asentados en la ciudad de México.
Pero el comercio no se ciñó a los artículos perecederos y de primera necesidad, la ciudad centralizaba todo tipo de actividades. “A partir de la segunda mitad del siglo XVII, a raíz del crecimiento minero y de la recuperación comercial, algunos mercaderes de la ciudad de México se dedicaron a la compra de lingotes de plata en los centros mineros y los convertían en moneda en la Casa de Moneda de la capital.” (Rubial: 75)
Como vemos, la ciudad iba resolviendo sus propias necesidades de servicios y comercio, conformando su mercado local: “En el siglo XVII había en la ciudad de México una docena de panaderías, numerosas tiendas de ropa y tabernas, varios expendios de alimentos (cacahuaterías donde se vendía chocolate, almuercerías, pulperías o tiendas de abarrotes), tres imprentas, una librería y una tienda de anteojos.” (Rubial: 80) Este tipo de establecimientos atraían demandantes de artículos más allá de los límites de la ciudad, incluso de la cuenca, como es el caso de los trabajos de impresión y de los anteojos.
Por otro lado los grupos aristocráticos, esos que habían comprado su pureza de sangre inventándose árboles genealógicos, tenían que mostrar un nivel de vida acorde al papel social al que aspiraban representar, así era común del “estatus aristocrático tener un palacio urbano y una casa de campo en San Agustín de las Cuevas [actualmente Tlalpan], en San Ángel o Tacubaya; poseer esclavos y sirvientes, carruajes y palanquines, ropa suntuosa, joyas y objetos de lujo” (Rubial: 78) con esas pretensiones modificaban, los ricos de la ciudad, el paisaje citadino y el uso del suelo, ampliando la mancha urbana más allá de los alrededores del denominado primer cuadro de la ciudad.
El origen étnico de la población definía su actividad económica y consecuentemente delimitaba el espacio de la ciudad que les correspondía, así por ejemplo: “Aunque había artistas, artesanos, comerciantes y nobles indígenas que poseían casa propia, en general las familias de capas medias habitaban en casas de vecindad […] Conforme crecía la ciudad, las casas de vecindad se fueron extendiendo por los barrios indígenas y se convirtieron en centros de convivencia de todas las etnias y grupos sociales. En ellas alternaban las capas medias con los grupos marginados.” (Rubial: 81)
La pobreza y la miseria se manifestaban también, esto se manifiesta en que “los que habitaban en un cuarto de azotea o en los patios interiores de una vecindad no eran los miembros más miserables de las capas modestas. Casi todos eran artesanos de artículos de primera necesidad (zapateros, carpinteros, talabarteros), cuya casa funcionaba como habitación, taller y tienda, y que disfrutaban de la estabilidad que les daba el conocimiento de un oficio.” (Rubial: 81-82) A pesar de su actividad económica no dejaban de ser gente pobre de la ciudad.
La estratificación social parecía no tener fondo en sus grupos bajos, los ladrones y los mendigos “vivían en chozas de adobe en los barrios indígenas de Santiago Tlatelolco y San Juan Tenochtitlan, en casuchas de madera levantadas contra los muros de las iglesias y conventos o a la intemperie.” (Rubial: 82)
Sin embargo la ciudad también contaba con espacios de recreo: “En cuanto a diversiones, los bailes nocturnos, las fiestas públicas, religiosas y civiles, los juegos de azar y las peleas de gallos eran las principales formas de esparcimiento.” (Rubial: 83) Las diversiones no eran igualmente accesibles para todos los habitantes de la ciudad, ni de la Colonia; estas desigualdades económicas y sociales, fermentadas por las aspiraciones políticas de los criollos, dieron pie a movimientos sociales que habrían de modificar sustancialmente la situación de la Nueva España conformándose en una nación independiente.



La independencia
... el centro dorado de México ignora que está rodeado por un cinturón de miseria y de fango. […]
Las grandes casas de vecindad son antiguas y destartaladas: en sus numerosas, estrechas y oscuras viviendas, yacen hacinadas generaciones enteras de miserables, las calles no sólo son desaseadas sino inmundas, la atmósfera es asfixiante, los grandes hoyancos que hay en aquellos empedrados del tiempo de los virreyes están llenos de una agua cenagosa y negra que exhala miasmas mortíferas…
Ignacio Manuel Altamirano

La ciudad de México además de ser, durante el siglo XIX, un lugar central administrativo sigue creciendo en actividades de transporte, además de que el comercio fue, sin lugar a dudas, la actividad económica más importante que se desarrolló en ese siglo. Durante la Colonia, a pesar de que hubo decisiones políticas tomadas desde España que contribuyeron a la descentralización del mercado consolidado en la ciudad de México, su impacto sobre la capital no implicó la desarticulación de las redes comerciales sino su reordenamiento, “con el advenimiento del libre comercio como parte de las reformas borbónicas implantadas a finales del siglo XVIII y con la creación de nuevos consulados en Veracruz, Puebla y Guadalajara, el poder del consulado de comerciantes de la ciudad de México se vio seriamente afectado, sin embargo, la ciudad siguió siendo el mayor centro de distribución y consumo de los productos importados.” (Meyer: 47)
Al inicio del siglo XIX “la ciudad contaba también con algunas fábricas que recibían este nombre, más por su tamaño y por la cantidad de obreros que empleaban, que por los adelantos tecnológicos utilizados en la elaboración de los productos. Éstas pertenecían al gobierno virreinal y eran: la fábrica de tabaco, la de pólvora y la casa de moneda.” (Meyer: 61) Al finalizar el siglo en términos fabriles no habían sido muchos los cambios en la ciudad capital, en algunas otras ciudades sí se habían establecido desarrollos industriales como señalaremos más adelante.
La guerra de Independencia colaboró con la descentralización de la vida comercial, “provocó la desarticulación de las redes comerciales coloniales, lo cual, unido al aislamiento y las malas comunicaciones, propiciaron el surgimiento de mercados regionales que, salvo en los casos de las mercancías de importación, no participaban mucho en el intercambio comercial con el centro del país.” (Meyer: 54) La ciudad de México siguió conservando el monopolio de los ultramarinos, las sedas y otras mercaderías venidas de exterior, aunque tenía que compartir la comercialización de los productos nacionales con nuevos mercados regionales, la exportación se desarrollaba en los puertos de Acapulco y Veracruz.
A pesar de la importancia comercial y la tradición de lugar central por parte de la ciudad de México, las características de los medios y formas de comunicación con el interior del país no eran las óptimas aun para la época, había “problemas de transporte y de comunicación, en un país donde las regiones estaban tan distantes y aisladas y los caminos eran pocos y mal acondicionados […] no había un mercado nacional integrado. A la estrechez y rigidez del mercado se unía la existencia de varios circuitos de circulación de las mercancías: los locales, los regionales y finalmente los nacionales.” (Meyer: 50-51) Por lo que podemos deducir que la relevancia y el peso de la capital, con relación al resto del país aunque era importante, también lo era de manera relativa. No había un mercado nacional integrado, pero lo que existía de mercado nacional pasaba por la ciudad de México.
Una fuente importante de inversión fueron los capitales extranjeros, pero no eran inversiones que se aventuraran a los avatares del mercado, sus riesgos eran pocos ya que los inversionistas y contratistas, no participaron, o casi no, en las actividades privadas sino que “fueron los negocios con el gobierno los que, indudablemente, les permitieron obtener las mayores ganancias.” (Meyer: 52) Sobre todo los negocios de finales del siglo que impulsaron la modernización del transporte y de las ciudades. Por lo que muchos capitales crecieron al amparo del Estado, en su afán modernizador también impulsaron el alumbrado público, obras hidráulicas y de drenaje para la desecación de los lagos y canales, así entre otras actividades.
El porfiriato dio al comercio un enorme impulso “Con un mercado nacional articulado, la ciudad de México aumentó su importancia como centro de las actividades comerciales del país” (Meyer: 54) Pero aun en la época anterior al porfiriato, y pese a todos los obstáculos señalados, “la ciudad había jugado un papel muy importante como centro político y administrativo de la nueva nación y como punto de influencia de la red comercial nacional. De ella salían las carreteras que comunicaban con el centro del país, con la zona norte y con la región del Golfo, por donde transitaban las mercancías del comercio internacional.” (Meyer: 54-55)
Las actividades comerciales dentro de la ciudad eran diversas y complicadas, propiciando profundas transformaciones en el uso y distribución del espacio urbano: “Desde la época colonial, el centro de la ciudad se había distinguido por su carácter comercial” (Meyer: 55)
La Plaza del Volador, donde se realizaba el mayor tráfico comercial, “estaba situada en el lugar más céntrico de la capital, junto al Palacio Nacional” (Meyer: 57) lo que implicaba toda una serie de “inconvenientes” para el centro político y aristocrático, ya que la basura y la convivencia con gentes de diversas castas, comprando y vendiendo, no era bien visto por algunos sectores conservadores de la sociedad.
Si bien no existió una industria importante: “La actividad manufacturera que se desarrollaba en la ciudad de México en la época colonial estaba organizada bajo el sistema de gremios.” (Meyer: 60) A pesar de que los gremios fueron abolidos formalmente en 1814 “En algunos casos las ordenanzas gremiales habían determinado la reunión de artesanos dedicados un mismo oficio en una sola calle, lo que dio lugar al surgimiento de calles como las de plateros, talabarteros, mieleros, etcétera.” (Meyer: 55) Aunque la nomenclatura de las calles había cambiado, en algunos casos, los nombres gremiales se seguían conservando en la mayoría de las calles que concentraban a estos grupos económicos, ya no como agrupaciones sino como talleres independientes.
Finalmente hay que señalar que el Ayuntamiento fue un espacio de importancia, a pesar de su dependencia del Ejecutivo Federal, ya que “a lo largo del siglo XIX, durante el porfiriato y hasta los años veinte de este siglo [XX], el Ayuntamiento conservó su tradición de ser el principal órgano político y administrativo local y base de la división territorial.” (Pérez: 85)
La ciudad de México, durante el siglo XIX, conservó y acrecentó su importancia como lugar central, como foco desde donde se irradiaba e imponía el poder político o económico al resto del país, era una ciudad codiciada por quienes aspiraban a tomar las riendas de la nación, por cualquier vía; por eso fue: “Casi siempre sede de los poderes nacionales, ya fueran republicanos, conservadores o monarquistas, en ocasiones capital de un distrito federal, de un departamento o de un imperio, la ciudad de México siempre mantuvo su tradición y rango de saberse la primera ciudad del país.” (Pérez: 85-86)




Las ciudades Latinoamericanas en el siglo XIX

Los capitales vienen de los Estados Unidos y las ideas y las modas se compran, usadas, en Francia. La capital gusta llamarse París de las Américas, aunque en las calles se ven todavía más calzones blancos que pantalones; y la minoría de levita habita palacetes estilo Segundo Imperio. Los poetas han bautizado hora verde al atardecer, no por la luz del follaje sino en memoria del ajenjo de Musset.
Eduardo Galeano

El fenómeno de transformación acelerada de algunas ciudades, de estancamiento en el caso de otras, durante el periodo que estamos tratando no fue privativo de nuestro país, o de la ciudad de México. Según José Luis Romero, las capitales y los puertos latinoamericanos que más se transformaron a finales del siglo XIX son: Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires, Panamá, La Habana, San Juan de Puerto Rico. En algunos casos por la actividad comercial dos ciudades, una portuaria y una ciudad interior, convergían para impulsar a la par su crecimiento, tal es el caso de Veracruz con la ciudad de México (aunque aquí la trilogía se completaba con el puerto de Acapulco), de Caracas y La Guayra en Venezuela, así como de Lima y El Callao en Perú. Por lo mismo las ciudades duplicaron su población en unas décadas, Río de Janeiro pasó de 550 000 a más de un millón de habitantes de 1900 a 1920. Veracruz de 24 000 en 1900 a 70 000 en 1930. Tampico y Matamoros crecieron por su intermediación en el intercambio comercial de México con los Estados Unidos. Manaos crece alrededor de la producción del caucho; San Pablo se define como la metrópoli del café; Rosario recibe una fuerte migración italiana. El comercio, la monoproducción de enclave y la migración son tres elementos importantes que impulsan el crecimiento de las ciudades a finales del XIX y principios del XX.
En nuestro país no solamente es la ciudad de México la que crece al ritmo que la modernidad y el manejo de la política porfirista les impone, sino que también ciudades como Monterrey, Guadalajara, Puebla y Orizaba (la Manchester de México), van a transformase de manera importante por los procesos industriales en textiles, cerveceras y producción de papel.
La literatura recoge el horizonte sociocultural, como en el caso de Rafael Delgado que con Los parientes ricos nos permite conjeturar sobre las costumbres de las familias acomodadas que se mueven en un eje de tres puntos básicos: Paris, Orizaba y la ciudad de México. Porfirio Parra en su novela Pacotillas desarrolla algunas descripciones de interiores y bastantes calles alrededor del Zócalo de la ciudad de México, cerca de donde vive el personaje principal de la novela, Paco Tellez. Sin embargo Parra no logra dar sabor ni carácter a lugares de tanto interés, que son importantes para la configuración espacial y para el rastreo histórico de la ciudad; Parra publica su novela en 1891. Emilio Rabasa difunde entre 1887 y 1888 una tetralogía literaria denominada Novelas Mexicanas; las primeras dos entregas (La bola y La gran ciencia) se desarrollan espacialmente en la provincia, y las últimas (El cuarto poder y Moneda falsa) describen ambientes de la ciudad de México. Tanto Parra como Rabasa nos hablan de la prensa urbana, las formas de sostenimiento económico y los entretelones de la política y los periódicos. Delgado, Rabasa y Parra son tres ejemplos de escritores, que por influencia española y francesa, se adscriben al costumbrismo, realismo y naturalismo respectivamente, como lo hace en general la narrativa de finales del siglo XIX en México y Latinoamérica.
Los temas más recurrentes de la literatura serán: quiebras fraudulentas, suicidios, descensos a la última miseria desde los más altos niveles de la riqueza. Esto se manifiesta sobre todo en la novela naturalista de la época. El naturalismo novelístico trataba de penetrar los secretos de esta nueva sociedad devorada por la tentación de la fortuna fácil y del ascenso social acelerado; y aunque condenaba lo que creía en ella inhumano y cruel, compartía lo que pudiera llamarse sus sanos principios en pos del progreso. El Modernismo de Nájera, Lugones y Darío también es un producto de la modernidad que se manifiesta en la poesía, como lo hacía en la narrativa.
El dictador como prototipo del gobernante “fuerte” y centralizador es tratado por Miguel Ángel Asturias en El Señor Presidente; la prostituta, otro símbolo de la modernidad, es descrita por Federico Gamboa como una metáfora de la ciudad en Santa.
Se formaron en el seno de las nuevas burguesías auténticos grupos de intelectuales, de escritores, de artistas que reflejaron la intensidad de la sacudida que habían experimentado las sociedades latinoamericanas. Uno de los temas fundamentales de los ensayistas fue la política, vista como sociología positiva (venida de Francia e Inglaterra) siguiendo a teóricos como Augusto Comte, John Stuart Mill y Herbert Spencer. En México será Gabino Barreda uno de los iniciadores de esta postura intelectual.
Como ya hemos visto, la movilidad de las sociedades urbanas fue vertiginosa, pero la modernidad no llegaba al campo, por lo que el estancamiento era el signo de los espacios no-urbanos. En contraposición, las ciudades, José Luis Romero nos dice, se poblaron de: aventureros, nuevos ricos: pequeños comerciantes afortunados, empleados emprendedores, artesanos habilidosos, obreros eficaces, dislocaron el orden patricio para presentar una sociedad moderna.
Nuevas y viejas clases sociales se desplazan en las partes altas de la sociedad, unas emprendedoras otras atrapadas por el ocio, es el caso de las nuevas generaciones de las viejas clases. Melancolía por el pasado, marginalidad ante el nuevo orden, riqueza por inercia: su poder estaba en la banca, en el senado, en los altos cargos judiciales; en ocasiones con primeras magistraturas por falta de acuerdo entre los grupos emergentes, que preferían la administración del poder del Estado por los viejos actores sociales, pero al servicio de las nuevas clases económicamente poderosas.
Prevalecía un nuevo estilo, en opinión de José Luis Romero: el de la gran burguesía del mundo industrial, despersonalizada y anónima cuando se trataba de negocios, un estilo audaz y arrollador que suplantaba al tradicional, que era más cauto, cualquiera que fuera el volumen de los negocios y el margen de la aventura, asomaban en las viejas clases, mezclados, los prejuicios del hidalgo y los del pequeño burgués. Para la nueva burguesía el progreso era la promesa y el signo de los tiempos, lo que implicaba un proceso de modernización de estructuras. Reconversión industrial en la minería, gran comercio, negocios financieros, bursátiles. Revalorización de tierras por la construcción del ferrocarril. Intermediación, especulación, acaparamiento, concesiones privilegiadas, comisiones, exportaciones, mayoristas en diferentes mercaderías, etcétera. Los hombres de negocios fueron los señores de la nueva sociedad. Con o sin oficinas, con o sin capital, bastaba ser extranjero y “emprendedor” en cualquier ciudad Latinoamericana para hacer fortuna.
José Luis Romero menciona a algunos personajes relevantes por su actividad económica en México: el inglés Weetman Pearson (comprometido en la industria textil y ferrocarriles), franceses como Henri Tron, Honoré Reynaud y Ernest Pugibet (impulsor de las industrias textiles y tabacaleras). Pugibet construirá una enorme fábrica de puros, denominada así su tamaño y el número de gentes empleadas, como ya lo habíamos señalado, más que por la modernidad de su proceso productivo. Los miembros de la nueva burguesía, especialmente en las capitales, lograron controlar simultáneamente el mundo de los negocios y el mundo de la política, y operaron desde los dos para desatar y aprovechar el proceso de cambio.
Todos conocían los límites de su juego, impuestos por quienes manejaban el mercado mundial. Pero quedaban unos márgenes de acción que permitían sentirse poderosos. Un mundo de agentes, abogados, gestores y comisionistas aceitaba oportunamente los engranajes, cuyas ruedas maestras regulaba de alguna manera el poder político.
En pocos años (20 ó 30) ciudades latinoamericanas, de distinta medida, vieron transformarse sus sociedades y arrinconar las formas de vida y la mentalidad de las clases tradicionales. En su lugar, las nuevas sociedades elaboraron lentamente los rudimentos de otra cultura urbana, que empezaría a desarrollarse en ciudades que muy pronto modificaron los rasgos de su rostro.
De acuerdo con José Luis Romero, el ejemplo de Haussmann(2)cundió en las ciudades latinoamericanas, y por tanto en la ciudad de México; el modelo de transformación del París de Bonaparte propició la renovación en las últimas décadas del XIX de las ciudades Latinoamericanas: grandes avenidas, edificios fastuosos, zonas de vivienda, de desarrollo mercantil e industrial, más espacios fuera del centro urbano, nuevas vías de acceso, agua, transporte, drenaje, alumbrado. Sobre todo apertura de grandes vías. La iluminación pública a gas deslumbró a quienes estaban acostumbrados al aceite, y la eléctrica colmó de asombro a los espectadores el día que se encendieron los primeros focos. Los tranvías a caballo fueron reemplazados por los eléctricos, y más tarde empezaron a circular los autobuses.
El principio de modernización implicó, en muchos casos, la ruptura del casco antiguo, tanto para ensanchar sus calles como para establecer fáciles comunicaciones con las nuevas áreas edificadas. Río de Janeiro, Buenos Aires demolieron casas, cerros y explanadas). Hay un auge en la construcción de grandes edificios: los legislativos de Montevideo y Buenos Aires, el Palacio de Bellas Artes en México, los teatros Colon y Municipal en Buenos Aires y Río de Janeiro respectivamente. En nuestro país se construye el Paseo de la Reforma, se hacen modificaciones en el bosque de Chapultepec, se levanta el Hemiciclo a Juárez, y más tarde se formaran las colonias Roma, Juárez y las Lomas de Chapultepec.
Hablar de las provincias después de la capital es casi retroceder de la nación a la colonia. En las ciudades importantes de Latinoamérica había una cotidiana imitación de Europa, y la moda de París era un estímulo a modernidad. La ciudad provinciana era vista, por su estancamiento y conservadurismo, como enemiga del progreso.
Volcadas hacia el exterior y preocupadas por constituirse y ser reconocidas como clases dirigentes, las nuevas burguesías fueron, formalmente, grupos de pautas severas. Estimularon, pues, en los más jóvenes o en los más escépticos de sus miembros una tendencia a la evasión, que no se consideró menos elegante puesto que también tenía tradición parisiense (la bohemio, el calavera). Fue este género de vida el que nutrió la vasta creación de la novela naturalista latinoamericana. De los novelistas todos eligieron el rasgo que creían más significativo para sorprender el mecanismo de esta nueva burguesía que, con el correr de los meses, en esos años locos de especulación (de 1880 a la Primera Guerra Mundial), adquirió humos aristocráticos y llegó a convencerse de que poseía “alcurnia”.
Las ciudades empezaron a agitarse: liberales avanzados, radicales, socialistas, anarquistas. Periódicos políticos, públicos o clandestinos orientaban la opinión de nuevos grupos que se incorporaban a las luchas por el poder.
La ciudad, centro de las decisiones anónimas, se convertía en un monstruo cada vez más odiado y cada vez más inaccesible: quien se rebelaba contra ella estaba destinado a pelear con una sombra. La ciudad era un escenario de tensiones y enfrentamientos.
Siempre temerosas de verse convertidas en botín de guerra, las ciudades conocían el magnetismo que tenían para los nuevos señores que empezaban a saborear el poder, como la ciudad de México con Madero el 7 de junio de 1911; o la marcha sobre la ciudad de Zapata y Villa en diciembre de 1914. Así encuentra a las ciudades el inicio del siglo XX, pero ese ya es otro tema del cual no nos ocuparemos en el presente trabajo.
Para concluir, podemos decir que este breve recorrido por la historia de la ciudad de México, sobre todo la parte correspondiente al siglo XIX, podría servir de marco general para comprender la atracción que la capital del país ha ejercido sobre los jóvenes estudiantes y políticos de provincia, que al llegar a ella y verse envueltos en sus vasta tradición cultural y en las redes de los campos de la política o de la inteligentsia o de la literatura, deciden no regresar a sus lugares de origen y se quedan en la ciudad a probar y hacer fortuna, alcanzando puestos públicos como los de diputados, senadores o algunos otros; podríamos citar como ejemplos los casos de Emilio Rabasa Estebanell y Porfirio Parra (a quienes hemos mencionado muy brevemente en este trabajo) que, venidos de los extremos sur y norte del país respectivamente (Chiapas y Chihuahua), hacen novela, escriben ensayos y escalan posiciones políticas en la ciudad de México; apelando a la representación de sus Estados de origen. No es solamente la voluntad individual de los personajes señalados, consideramos, lo que los lleva a establecerse en la capital de la República, es también el carácter ontológico y de lugar central que la ciudad ocupa en términos políticos, comerciales, administrativos y de transporte, lo que hace a estos personajes establecerse en este y no en otro lugar. Así, la ciudad de México se crea y recrea en sus habitantes ya sean estos individuos de la calle o actores que se registran en los anales como “históricos”.

NOTAS
1. Pensamos la “ciudad” como una “región” antológicamente concebida en la medida en que desde el imperio Azteca pretende constituirse en un “regionalismo nacionalista”, sabemos que es una imprecisión histórica el uso de este concepto antes de la aparición de los estados nacionales, pero desde el predominio tenochca se rehacen los elementos de su pasado reciente, para hacer de la historia del pueblo Azteca la historia de todos los pueblos tributarios como una gran “región homogénea” o una “Nación”, en el entendido de que en lo social nada es homogéneo. La historia, cultura, religión, lengua e identidad conforman el carácter ontológico de la ciudad de México como región central.
2. A propósito de este personaje, Priscilla Connolly escribe una importante obra El contratista de don Porfirio. Obras públicas, deuda y desarrollo desigual, Weetman Dickinson Pearson haría sus negocios en la cúspide de la gloria del porfiriato, entre 1889 y 1906, periodo en que al amparo de la administración pública realizó importantes obras de transformación urbana en varias ciudades importantes de México.
A propósito de Hassumann, Marshal Berman escribe: “A finales de la década de 1850 y a lo largo de la de 1860, mientras Baudelaire trabajaba en El spleen de París, George Eugène Haussmann, prefecto de París y sus aledaños, armado de un mandato imperial de Napoleón III, abría una vasta red de bulevares en el corazón de la vieja ciudad medieval. Napoleón y Haussmann imaginaban las nuevas calles como las arterias de un nuevo sistema circulatorio urbano. Estas imágenes, tópicos en la actualidad, en la vida urbana del siglo XIX resultaban revolucionarias. Los nuevos bulevares permitían que el tráfico circulara por el centro de la ciudad, pasando directamente de un extremo a otro, lo que entonces parecía una empresa quijotesca y prácticamente impensable. Además derribarían barrios miserables y abrirían un «pulmón» en medio de una oscuridad y una congestión asfixiante.” (Marshall: 149-150)


Bibliografía

Berman, Marshall (2003), Todo lo sólido se desvanece en el aire, siglo XXI, México.

Everaert Dubernard, Luis (1994), “El valle de México: descripción de su medio físico y sus primeros pobladores”, en Nuestros orígenes. Ensayos sobre la ciudad de México I, DDF-UI-CONACULTA, México, pp. 19-43.

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Meyer Cosío, Rosa María (1994), “La ciudad como centro comercial e industrial”, en El corazón de una nación independiente. Ensayos sobre la ciudad de México III, DDF-UI-CONACULTA, México, pp. 47-67.

Pérez Rosales, Laura (1994), “La organización de una gran capital: el gobierno de la ciudad de México entre 1824 y 1928” en El corazón de una nación independiente. Ensayos sobre la ciudad de México III, DDF-UI-CONACULTA, México, pp. 85-108.

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