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miércoles, 17 de febrero de 2010

LA BANCA DE REFORMA

LA BANCA DE REFORMA


Artemio Ríos Rivera

En esta banca soy algo de viento

Algo de luz algo de hojas

Y soy mi corazón hecho de viento y hojas

Y luz mi corazón de vino

Vuelto –milagro- de agua.

Ricardo Yáñez

Eran las siete de la mañana en vísperas de la primavera. El paseo de la reforma lucía su señorío esplendoroso. Caminar de la glorieta de Colon al bosque de Chapultepec era una invitación a observar el paisaje urbano y los personajes citadinos que deambulan por la ciudad. Sin pretenderlo había que rendir culto a los híbridos dioses de la modernidad: la bolsa de valores, la embajada americana, la Diana cazadora, el hotel Sheraton, el Ángel de la Independencia, en fin los símbolos que a lo largo del tiempo ha ido acumulando esa amplia avenida. Lo realmente nuevo para mí eran las bancas, el diálogo de bancas entre escultores, escritores y transeúntes. Cristina Pacheco aportaba su voz:

Modesta, solidaria, generosa, paciente, democrática, estable, la banca es uno de los muebles más versátiles; sin embargo los diccionarios la conceden tan solo una definición, un sinónimo: asiento, banco. Semejante economía resulta imperdonable tratándose de un objeto que puede funcionar como lecho, refugio, tribuna, punto de encuentro o de partida.

El constante movimiento daba vida al paseo y sus descansos: ciclistas con máscaras antigás, mujeres maduras con perros que tiraban de su cadena, los barrenderos de calles y banquetas charlando y desayunando tamales, policías agitando los brazos dirigiendo el tránsito vehicular, boleros sacando brillo a los zapatos, gente entrando y saliendo de una discreta iglesia católica, un campamento de manifestantes que despertaba con el día. Parecía un sueño dulce o una tierna demencia.

Llegué al bosque, impresionante era la vista de la calzada de los leones (oficialmente de la Juventud Heroica), al fondo el Hemiciclo a los Niños Héroes con sus columnas, más arriba el castillo, portentoso y grave. No encontré donde sentarme.

Me detuve a observar de cerca las felinas esculturas de bronce que custodiaban las rejas de entrada al bosque. El ronroneo de los vehículos era apenas un arrullo matutino. Algo llamó mi atención: un hombre caminaba con desparpajo, casi alegre y un poco atolondrado. Vestía pantalón de mezclilla, chamarra de gamuza café, zapatos tenis y un portafolio, no era elegante, pero estaba lejos de ser algún mendigo. El personaje empezó a gesticular, miraba hacia abajo y luego arriba, alternativamente. Al principio no entendía yo lo que pasaba, inmediatamente me di cuenta que el individuo hablaba con las palomas que picoteaban los adoquines y manoteaba señalando a los leones. Era muy elocuente y efusivo en su monólogo, ¿plática?, no sé. Estaba yo lo bastante lejos como para escuchar lo que decía, pero su expresividad permitía percibir lo orgánico de su acción, no fingía, no actuaba, estaba concentrado y convencido de lo que hacía. Como un niño jugando consigo mismo.

Me causó simpatía ver esa imagen: un hombre, a lo sumo de 40 años, no mal parecido, regañando a las palomas por exponerse tan cerca de las fieras, como un bondadoso padre preocupado por la seguridad de sus hijos, supuse.

Reí discretamente y en mis adentros dije, –¡este tipo está loco!

Regresé sobre mis pasos admirando las esculturas que servían de bancas en la amplia calzada. Leí las composiciones que sobre las mismas habían hecho escritores y poetas. Las leyendas se apostaban a la vista de los transeúntes en cómodos atriles. Que belleza, pensaba, cuanta paz se puede respirar en medio del bullicio. Pensar que hay quienes dicen que se necesita estar loco para vivir en esta ciudad. Otra vez me llegó el eco de Cristina:

Con mucho de puerto o de terminal, con algo de barco y de elefante, la banca es además un Departamento de Objetos Perdidos que funciona las 24 horas. Allí se registra y se devuelve todo, inclusive las edades, los amores, los ecos y las sombras.

De pronto, en el cruce de Sevilla, un asiento llamó poderosamente mi atención. Era de un metal blanco parecido al aluminio, acero inoxidable tal vez, la butaca estaba hecha de una sola hoja gruesa, muy sólida, sin líneas cortantes, con suaves curvas que doblaban elegantemente la pieza de metal. Estaba yo fatigado de caminar, el asiento me invitaba al descanso. La banca tenía, ligeramente cargada hacia un extremo, una silueta humana perfectamente recortada en el metal dejando un hueco por el que se percibía el piso. El trazo era muy realista y a la vez fantástico. Me atrapó la presencia de esa ausencia. Recorrí cauteloso la banca a su alrededor y decidí sentarme, tratando de no molestar a la silueta.

Cargada de sueños y desvelos –continuaba Pacheco-, la banca es también infatigable narradora de historias. Para contarlas toma la voz del viento o de la lluvia; a veces nada más el rumor de una hoja que cae desde lo alto del follaje.

Me fui deslizando suavemente hacia el otro extremo de la banca, discretamente, hasta localizarme muy cerca de la sombra femenina. Trataba de ganarme su confianza, me iba la vida en no incomodarla. Extrañamente me sorprendí murmurándole cosas sobre el tiempo y las recientes noticias culturales. Por fin decidí comentarle con firmeza. –Me da la impresión que te conozco. Así, sin más preámbulos empecé a repetir, muy entre labios, preguntas de básica identificación de una amistad casual.

Prudente ella me hizo saber, de algún modo, que se había cansado de esperar en casa a su marido, que se sentía fastidiada por unos hombres, libidinosos, que la pretendían ante la ausencia del varón de la casa. Su confidencia era neutra, sin dejos de coquetería, sin espacios para interpretaciones equívocas, de hecho no se movía ni abría los labios. Había dejado a su hijo un rato para, travestida, disfrazada pues, ver pasar a la gente, escuchar sus pláticas y poder captar algún indicio que anunciara el regreso del marido, o de su paradero.

Sin escuchar más mi vista se nubló, se me agolparon las ideas, se amotinaron imágenes en mis ojos cerrados. Sentí una presencia que conocía desde niño. Precipitadamente supuse que ya sabía el principio y fin de aquella mujer, de su historia que se me antojaba debía ser diferente. Yo entendía quién era ella y empecé a decírselo, no la dejaba hablar o respirar siquiera. Le solté sin miramientos lo que siempre había pensado de su forma de proceder. De su belleza, de su carácter, de la ternura firme de su resistencia. Tenía miedo de perder su escucha atenta, las palabras se empujaban una tras otra saliendo de mi boca.

Le dije que no debería de esperar más, que hoy ningún hombre hace hasta lo imposible por regresar con su mujer después de años de ausencia, no debería exponerse a una esperanza tan precaria. Su marido, seguramente, se había largado con cualquier peluquera que le había guiñado el ojo a la vuelta de la esquina, inmediatamente después de salir de su casa. Que no había mujer mejor que ella, seguramente, pero que así se comportaba el común de los hombres, aunque el de ella fuera un ser extraordinario.

En el mejor de los casos, aunque él regresara, indudablemente habría tenido ya un sinnúmero de aventuras con distintas mujeres de diferentes procedencias y procederes. Eso ya amenazaba con una fractura que se haría visible después del primer momento de efusividad. No, no intentaba hablar de mala fe, no trataba de desacreditar al ausente, simplemente repetía precipitadamente lo que había ido acuñando en mi mente durante los años de mi vida en que lamentaba la espera de esa mujer, mientras su marido andaba de un lado a otro en diversos acontecimientos.

Le comenté que prácticamente ningún hombre quiere regresar al hogar para hacerse cargo de un hijo, al contrario la mayoría de los hombres huyen de la responsabilidad paterna, que éste podría ser también el caso. Que sí, era factible que pudiera regresar por sus bienes terrenales, pero que no era muy probable. Que ella era joven aún, que era hermosa, que debería dejar la castidad a un lado y darle otro sentido a su vida. Que yo, que yo deseaba… que yo podría… podría darle ese consejo porque era algo largamente reposado, que conocía de tiempo una historia como la suya, no se trataba de la primera idea que me venía a la mente.

La sangre me subía a la cara mientras hablaba con ella, sentía una intensa necesidad de que respondiera afirmativamente a mis argumentos. Quería tocarla. Se me hinchaban los belfos, las aletas de mi nariz resoplaban y mis manos parecían inquietas mariposas surcando el aire.

En realidad estaba interpretando su silencio, le hacía preguntas retóricas que yo mismo contestaba. Ella me miraba condescendiente y no había dicho palabra alguna desde que me posé en la banca.

Abundé en mis argumentos, podría estar bien que no aceptara a sus pretendientes, era posible que algunos en su soberbia solamente quisieran ver derrotada su voluntad granítica. Otros, acomplejados, quisieran, tal vez, sentirse superiores a su marido y triunfar sobre él al poseerla. Alguno más, posiblemente quisiera formar una pareja estable, pero sólo para gozar sus pertenencias. Sin embargo no descartaba que alguno la quisiera bien, que deseara honestamente su belleza, la profundidad de su mirada, la discreta sensualidad de sus formas, la gravedad de su silueta. Que debería intentar un contacto íntimo con alguien más. Que era anacrónico en una mujer esperar tanto tiempo a un hombre por muy padre que fuera de su hijo.

Debería darse la oportunidad, incluso, con algún desconocido que encontrara sentado en una banca, en cualquier parque, como ahora. Dialogando tal vez abiertamente, con honestidad y después… después.

A pesar de encontrarme plenamente concentrado en mi plática con ella. De poner todos mis sentidos y mi elocuencia en tratarla de convencer del error que cometía en la casta espera, mi vista periférica percibió a una pareja de adolescentes que se acercaban, besándose, sin reparar en nosotros. Se detuvieron sobresaltados al vernos platicando, casi chocaron conmigo. Yo no hice mucho caso, quería seguir en lo mío, no interrumpí mi plática. Entonces cautelosamente la pareja nos sacó la vuelta y con un gesto de miedo ella le decía a él, –este tipo está loco, es de orates hablar solo.

2 comentarios:

  1. Excelente, realmente es muy disfrutable la narrativa; lo frio de la banca se transforma en una serie de sensaciones que llevan hasta la interación en la plática.
    gracias por esta oportunidad de conversar con el texto y contigo.
    Buenas noches.
    Oralia Olaya

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  2. En verdad disfruté leer el texto, la forma de narrar los hechos atrapan fácilmente la atenciòn del lector. Que bueno es usted escribiendo. Sinceramente felicidades.

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