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lunes, 15 de febrero de 2010

Los intelectuales y la inteligencia sin concesiones

Los intelectuales y la inteligencia sin concesiones
Artemio Ríos Rivera


Es un lugar común decir que un libro se organiza como las cajas chinas, receptáculos que van guardando cajones, que a su vez tienen nuevos compartimientos internos para almacenar, en forma ordenada o clasificada, ciertos objetos; como las matriushcas rusas, una cebolla llena de capas concéntricas y sorpresas. Algo hay de eso en el libro de Armando González Torres, ¡Que se mueran los intelectuales! , aunque no exactamente. Me parece que ninguna de las partes que forman el libro que hoy nos ocupa, es menor a las otras en cuanto a su calidad literaria y estilística; que llena de matices el espacio que va del ensayo al cuento. Sin duda hay un hilo conductor con fuertes cercanías entre los escritos, pero son diferentes a la vez, independientes, autosuficientes. Una gran caja se nos entrega con el titulo del libro, que al ser abierta nos muestra cinco receptáculos de igual peso intelectual y equilibrio en su extensión, claro cuando hay armonía en el trabajo es lo de menos hablar de dimensiones, esto debe hacerse notar cuando no la hay. Mal comienzo, con clichés y lugares comunes, para la presentación de un libro, diría un intelectual y no precisamente de esos que en sentido figurado tendrían que ir al paredón.

Con este polémico titulo, Armando González Torres hace un fuerte cuestionamiento y una convencida y convincente defensa de la inteligencia, de la crítica y de los críticos que trascienden la culturita esa que “suele emanar de grupos a menudo cerrados y centralizados geográficamente que acaparan y distribuyen los bienes y reconocimientos culturales” (148). El libro, que toma título de la segunda de sus cinco partes, conforma su contenido con breves y amenos ensayos; los escritos, aparentemente ligeros, pero profundos, se organizan en los capítulos: “Saber y literatura”, “¡Que se mueran los intelectuales!”, “Retratos ejemplares”, “Bestias negras” y “El arte de la envidia”. No haremos una reseña de cada una de las secciones, ya que la temática de unas y otras se mezcla agradablemente por una serie de vasos comunicantes.

Sin embargo, empecemos por el principio, con una grata y atinada intertextualidad, en “Saber y literatura”, Armando González trae a cuento las afirmaciones de importantes pensadores sobre la lectura de libros, de esos corpus impresos, no virtuales, que se van almacenando material y espiritualmente; así es como se forman los espacios que albergan a esos artificios de la inteligencia, las bibliotecas. Lectura, saber, libros y bibliotecas son focalizados desde una perspectiva personal, podríamos decir íntima, como parte de esa aspiración de alcanzar “la máxima individualidad y universalidad a la vez” (121) no sólo con la producción de obras artísticas, sino con la forma de organizar el acopio de la memoria de papel, las bibliotecas personales ya sean materiales o guardadas en el intelecto del individuo.

La lectura ha perdido su razón per se, es decir la decodificación del libro ha extraviado algunas de sus implicaciones primarias: el placer que brinda la recreación de mundos imaginarios y saberes científicos. González nos recuerda, invocando a Gabriel Zaid que ahora, “se lee por obligación, para certificar una capacidad, para adquirir un grado o un estatus y, gracias a ello, dejar de leer y comenzar a mandar” (14); esto es, la lectura ha dejado de ser una actividad de permanente esparcimiento del espíritu humano para priorizar cierto pragmatismo utilitario, no quiere decir que el contacto con los acervos bibliográficos no tenga una utilidad práctica, o que sea una actividad vergonzante y tenga que ser desechada, ¡no! Pero el hábito de leer generalmente se ha vuelto temporal, es una costumbre que pierde el individuo cuando termina el compromiso con el poder, el prestigio o el dinero.

La crítica se dirige sobre todo a los intelectuales que, además de tener que escribir, se llenan de compromisos sociales, se convierten en agencias de autopromoción, y no les queda tiempo para la lectura. La costumbre de leer se esfuma al perder esta su sentido utilitario, la recepción literaria se convierte en una estrategia para el posicionamiento en los espacios de convivencia intelectual, inclusive este escrito puede ser visto desde la perspectiva crítica que plantea el autor que nos ocupa; es un juego dialéctico donde no se trata únicamente de hablar de los otros, sino de reflejarse en la autocrítica.

Aunque agudo en los argumentos, González no trata de endiosar los productos del trabajo intelectual o poner al libro en un pedestal; la propuesta es desacralizarlos y tratar de aquilatarlos en su justa dimensión, por eso, de acuerdo con Bloom señala: “debemos conocer los libros como deberíamos conocer a las personas, sin prejuicios, sin expectativas excesivas, dispuestos a admirar su grandeza y sus limitaciones, dispuestos a asumir las consecuencias y los trastornos que una relación no superficial puede causar en nuestras vidas.” (20) Esta afirmación nos recuerda el peligro que plantea tener una relación profunda con ciertos textos, al grado de marcar nuestras vidas; recordar los primeros libros que develaron sus secretos a nuestros ojos, con el cariño del primer amor, con el placer del mejor de los contactos carnales o como la experiencia más mística, reveladora de los mundos posibles que emergen de la literatura y nos sorprenden con mil formas y otras tantas razones.

El hábito de la lectura debería implicar la formación de un espíritu crítico ante los productos culturales, llevar al reconocimiento minucioso y particular de cada libro que leemos, o que se encuentra en el mercado; examinar detenidamente para explorar la existencia de jerarquías, no como una presunción intelectual, sino por que las diferencias existen; la importancia de la palabra escrita no estriba de sí misma, por ser entregada al lector en forma de libro, sino por su contenido, por lo que dice, cómo lo hace y por la manera en que organiza las ideas un escritor.

Quisiera aquí hacer una pequeña digresión, que pretende ser un ejercicio práctico de la lectura de ¡Que se mueran los intelectuales! Hace poco más de un año, un profesor de aquí, de Xalapa, publicó una “edición crítica” sobre el subsistema educativo de telesecundarias, no cito el título de la obra porque no lo recuerdo. El profesor obsequio su trabajo a una importante capa de la población local dedicada a la educación; conciente del prestigio intelectual que da el hecho de “publicar un libro” preguntaba a quien se le pusiera enfrente: ¿qué opina de mi libro? En realidad había tomado dos viejos ensayos sobre el tema y hecho un “estudio crítico” de dos páginas, que más bien parecía un mal prólogo. Tituló y puso su nombre a la portada y lomo del “libro” y buscó quién lo publicará; la edición la financió un senador de la república, hoy gobernador de nuestro estado, con un tiraje amplio, no recuerdo la cifra exacta, pero era bastante respetable.

Por miedo, por precaución, por envidia o por entendible mesura, los interrogados por el profesor evadían la pregunta: decían que estaba bien el libro, o que todavía no terminaban de leerlo, o que luego le harían llegar sus comentarios. En realidad nadie, o casi nadie, había leído el dichoso libro. Pero su publicación implicaba de facto una jerarquía intelectual que nadie osaba cuestionar con argumentos inteligentes, a lo más que se llegaba era a la descalificación del autor… sin conocer el contenido del libro. Era lógico prejuzgar el estilo literario del profesor, había publicado durante mucho tiempo una larga y repetitiva serie epistolar, francamente ilegible, en el diario “Política”; por esa y otras razones no se leyó el libro; algunos, forcemos la lectura de Armando González Torres, inconcientemente intuyeron la afirmación de que “en el contexto actual, probablemente un buen lector no puede medirse por los libros que consume, sino por los que evita leer.” (32)

Sin embargo, para evitar el prejuicio gratuito, paradójicamente pequé de envidioso, ya que “La envidia constituye, dice González, una pasión dialéctica y ambigua, que genera energías de competencia y la postración del resentimiento” (141), entonces me dediqué a leer el libro. Una vez terminada la lectura, confieso avergonzado, hice lo que nunca antes había hecho en mi vida y nunca pensé hacer: tire el libro a la basura; por eso no cito su ficha bibliográfica ahora y escribo al vuelo lo que imprecisamente recuerdo.

Después de la grata y esclarecedora lectura de ¡Qué se mueran los intelectuales! entiendo mi reacción, aunque imagino que Armando González no aprobaría tirar un libro a la basura. Me parece que su propuesta es radical, pero equilibrada: entender que hoy como ayer hay textos que vale la pena leer, como hay otros que deberíamos evitar “es recomendable deshacerse del prejuicio de que sólo una lista reducida de obras del pasado vale la pena leerse, pero tampoco puede aceptarse que no hay jerarquías y que todas las lecturas son iguales”. (31)

Al profesor autor del “libro” sobre telesecundarias, después de que preguntó varias veces mi opinión, por fin acerté a decirle algunas de las cosas que ahora he señalado; desde entonces nuestra relación se ha enfriado un poco, imagino que si él llega a leer estas líneas francamente me retirará su amistad. Desde ahora cargo de culpas a Armando González, porque su lectura me provocó este relato. Sin duda cuando afirma que “a menudo la simulación y el autoengaño son mecanismos de adaptación social mucho más eficaces que el apego a la verdad” (143), se refiere a los modos de convivencia entre las elites intelectuales, pero nos sirve de orientación para animar conductas en la vida cotidiana.

No puedo leer a González y escribir estas líneas sin mirarme al espejo. No dudo que mis propios escritos sean balbuceos o pálidas sombras de una buena escritura, sólida y amena como la que descubrimos en su libro: ¡Que se mueran los intelectuales!, pero la intención de estas líneas es honesta, aunque en la intertextualidad hagamos nuestras las ideas de otros como parte de una lícita licencia literaria, una cosa es el plagio y otra el diálogo intelectual con varias voces en un mismo discurso. La búsqueda de la originalidad es una constante de la inteligencia, pero sobre ella pesa más, me parece, la honestidad intelectual.

Por eso celebro encontrarme con Armando González Torres, por estas enseñanzas prácticas que se pueden extraer de su libro. Sin dejar de reconocer un alto grado de abstracción en el mismo, desde el orweliano “todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros”, hasta la parodia de Marx al afirmar que “La felicidad se ha convertido en el opio del pueblo”, el escritor, ganador del Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes en el 2001, entre otras cosas nos propone la búsqueda del lector inteligente que cada uno de nosotros puede ser, esto implica actuar “contra la charlatanería incrustada en el pensamiento” (55), para eso, me parece, no se requiere ser un intelectual o un escritor, basta con tener la vocación de buscar en los libros algo más que un rollo de papel para llevarlo apretado entre las manos a la hora de una urgencia fisiológica.




*Texto leído en el Centro Recreativo Xalapeño en Xalapa, Ver., mayo 15 de 2005

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